Pare de Sufrir: Las huidas de las mujeres
Como nos encanta huir, hacernos las pendejas, decir que nada pasa y que qué maravilla de vida. Pues claro, todo este mundo de los doce pasos y de "usted es el que tiene la culpa" nos dijeron que no, que lo normal es ser feliz. Carajo, uno se puede permitir estar triste, se puede permitir estar frustrado, saber que como dice la canción de cantina "se tiró su matrimonio" o tiene uno deprimente, que los hijos lo desesperan por momentos, que le fastidia el trabajo, QUE NO ESCRIBE LA TESIS DOCTORAL (Excusas por el grito), que no encuentra un motivo para andar como un teletubbie entre rainbows, entre ponys rosados. Nosotras que nos queremos tanto somos bien bestias para entender que no es necesario huir, que si somos capaces de encarar a los hijos a las 4:00 a.m para mandarlos al colegio, si podemos hacer diez mil tareas al tiempo y luego hasta tenemos tiempo para el amor, pues ya no es necesario huir.
Ese por supuesto no es mi caso, la que aquí escribe es una experta escapista, señora de las maletitas que aparecen de repente y que se multiplican por tres cada vez que regresa. La verdad me di cuenta que me iba con una sola maleta pesadísima, llena de fanguitos y lodazales emocionales cada vez que huía y volvía con una menos pesada, pero llena de artefactos de colores, de caleidoscopios, de iguanas de vidrio, de animalitos de madera y tela. Me gustaba cambiar dolores por historias de inmigrantes, de amores en medio del desierto, de imaginaciones desbordadas en los mares y en las calles, mi imaginación que parece un trago de absenta de los clásicos. Pero seguía huyendo, corriendo, trotando el mundo para que Liz no me dijera -oiga parce, tenemos una conversación pendiente-
Hace tres días, no pude huir más. Enfermé. Estaba en un bello portal en Cambridge en la Dana Street, hermoso edificio ocupado por enredaderas y ladrillo, portal de un apartamento lleno de libros que ahora habito con un compa de piso de sesenta y pico años. Sentí un dolor de muerte que ni yo experta en trasladar -de manera profesional- mis emociones a estos cincuenta kilos, había sentido antes. Luego fue un temblor, luego la fiebre y después el delirio. Me ahorré la ayahuasca eso sí porque las pintas que vi fueron tan vividas y tan epifánicas que no tuve otra salida que enfrentarme.
Vinieron vidas de otros tiempos, muertos, voces, hijos que no consiguen llegar, proyectos abandonados, esencias olvidadas, my zombie love y mi toxic boy. Pero todo incluso lo que parecía más ensordecedor y desvariado, era como un vómito de un alma en infección. Fue la tercera fiebre la que casi me mata, alucinada sentía todos los demonios de mi pandora, secretos que ocurrían en las casas de familia donde se deslizaban violadores y donde tocaba bañarse rápido para no ser espiado, noches de huída pero de la guerra antes que llegaran los cuchillos, las motosierras, las minas quiebra pata. Ira, agonía, ansiedad, miedo, persecución, trauma. No grité porque no tenía voz, solo 45 grados que tuve que bajar con baños, dolex y agua. Tres días no comí, tres días estuve conmigo, tres días sola.
Vi a un hombre guapo que amé con pathos puro y duro y conversé con él gran parte de la noche, le pedí irse en paz con sus golpes y sus gritos, que me dejara de recuerdo la primera sonrisa, su ramo de godetias un 10 de septiembre. Hablé conmigo y entendí que no podía huir más. Pero no es una fórmula mágica, como si la tristeza y los andares se borraran con par fiebres, equiparables a par polvos, a par plones de Mary Jane, a par tragos de Jack Daniels, a par riffs de metal. No, la tristeza aveces no tiene cómo nombrarse y se nombra desde esas esquinas del corazón de uno. Ese corazoncito desportillao que más parece una ciruela pasa con muchas tiritas de tanto que sangra (suenan violines mientras digo esto).
Pero no quiero banalizar las tristezas, más cuando vienen de las mujeres. Alguien me decía con respecto al abuso sexual de las mujeres y a la violencia de género que hay que seguir para delante sin mirar atrás porque tanto fango, tanta melcocha en el dolor no ayuda a nadie. Pero bueno, uno tiene derecho a la tristeza, porque es ahí en esa alma retorcida, que diluvia, que no para de achicharrarse donde uno por fin entiende qué pasó, por qué pasó, y qué papel tuvo uno y el otro en la historia. Tanto daño nos hace la trampita capitalista, que dice que eso se arregla con una compra por amazon y que para las depresiones una masterd card, todos tenemos que ser guapos y guapas, triunfadores. No, déjenme ser la loser de la historia al menos hoy para poder al final de entenderme, pasar página.
Pero lo que más me preocupa es cuando las huidas son sociales. Cuando ante las historias de horror o de pesadilla, o de amargo cotidiano de las mujeres, se las trivializa y no se les da el lugar que deberían tener en el mundo. Nos plantean las lunas (periodos menstruales) como pura y llana hormona, las historias de amor como cursilerías cuando encarnan violencias tan complejas, desde la herida colonial, hasta tecnologías de control. Piensan que las peleas entre amigas y con los hijos son puro chismorreo, cuando es ahí donde se cocina la vida social, la base. Si las mujeres están tristes, esto no funciona, no hay tierra que aguante a una muchachita adolorida, en cambio este lodazal, esta miseria, con mujeres plenas y felices es imparable, es la maldita revolución de las ideas y de los pensamientos. Infelizmente, nosotras que nos queremos tanto no hemos entendido que podemos dejar de huir y encarar, yo la que escribe, soy profesional en escapismo, pero necesito una micro insurrección, una tarea: pelear como una Jedi, como una comunera, así irredenta, power ranger y decirme cada vez que me hago la pendeja: -o me echo bien la historia, o apague y vámonos, porque a mi que me digan bruja, pero no resignada-
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JR