Mi cuerpo está, yo existo: sanando la endometriosis


Hace poco llegué al consultorio de una mujer, doctora, especialista y con perspectiva de género. Mi gineco obstetra, el reconocido Pablo Vargas, decidió que comenzara el proceso con ella. El examen fue fuera de lo normal, me preguntó por qué estaba desconcentrada, tuve que contarle que estuve de un pelo, para pasar el concurso docente de la Universidad Nacional, pero que me había ganado mi ex – esposo, que yo había quedado de elegible, que no sé qué me dolía más, si perder tanto o el cuerpo en general.  Mi doctora se río y me contó cómo era ser una mujer de ciencia en la medicina, con cuántos había que competir, cuántas cirugías se las adjudicaban a los hombres, y a ella, una mujer investigadora en esto del dolor de las chicas, se le relegaba a la esquina de la observación y del “aprende”.  Mientras hablábamos de los dolores sociales, ella mapeaba cada músculo de mi cuerpo y cada rinconcito no analizado en 20 años de dolor.

18 años se demoraron en diagnosticar que todos esos dolores eran endometriosis, 18 años para que me operaran, me dijeran que era infértil y que al final de mi madurez, me sacarían el útero porque no había de otra para quienes sufríamos la enfermedad. Pero la operación después de 18 años de vida con dolor, me abrió una ventanita de esperanza y ahí llegó mi hijo. Lo que yo no sabía era que la enfermedad volvería y a un año de mi pequeño, otra vez, me sentiría morir, me dolería la espalda, la cabeza, los ovarios, el colón y la vejiga. Mi endometrio, buscando o no, una mejor casa donde vivir, se ha extendido a varios órganos de mi cuerpo. Cada 28 días toda mi zona abdominal sangra, provocando un terremoto biológico en mí. Pero llevo 20 años con la enfermedad, he aprendido desde pequeña a vivir con el dolor, a modularlo, a soportarlo creyendo con ignorancia que ser mujer es eso, sentir un dolor enorme.

Anoche mientras me tumbaba llena de dolor, intenté pensar qué me dolía, hacer conciencia por primera vez, porque sólo sentía el dolor crónico y pensaba que la vida era eso… dolor. Había usado como mecanismo volverme una experta en medicamentos. Con 18 años ya rezaba: diclofenaco antes del periodo, el día del periodo una buscapina y además un acetaminofem, buscapina, naproxeno o ibuprofeno para desinflamarme, acetaminofem o paracetamol para mi dolor, neosaldina para el dolor de cabeza, si no la tomo rápido, no habrá caso, caeré en un cuadro de tres días de migraña.
Todo ese saber me ponía en una rutina de medicamentos, pero no me hacía comprender que mi cuerpo estaba hablándome, contándome cómo estaba siendo invadida por mí misma. Mi mujer busca intensamente un mejor lugar dentro de mí para crecer. Sentí como me ardían los pies, el contorno de la herida de mi cesárea, los músculos del cuello, la zona lumbar, los ovarios, los muslos. Sentí como todo mi cuerpo se estremecía, también sentía dolor en los pezones por los mordisquitos que hoy en día, mi hijo ha descubierto con sus pequeños dientes.
Las mujeres de mi árbol han padecido problemas de útero, muchas han terminado como mi madre y mi tía adorada en histerectomía. Me detuve a pensar por qué nos ocurría eso, qué pasaba con esos úteros que daban vida, pero luego nos quitaban la calidad de nuestra propia vida. La Dra. Herrera, me explicó como mi cerebro cansado había derivado en migraña y me quedé pensando cuándo había sido el primer día de mi migraña y cómo olvidarlo, si fue el primer día de universidad, tenía 17 años. Habían pasado cinco años de la enfermedad y ya mi cuerpo, cansado, me decía que padecía endometriosis, pero los médicos me mandaban una y otra vez, anticonceptivos que vomitaba o una carga de analgésicos que debía tomarme.

Mi cuerpo está ahí y yo existo. Me tomé un rato para pensar en lo que la Dra. Herrera me dijo. Tienen que intervenirme de nuevo, extirpar cada tejido invasor de mis órganos y esperar con medicamento y ejercicio a que mi cuerpo descanse y se entere que puede vivir sin dolor, esto hará que los músculos se relajen, mi piso pélvico ceda y mi cabeza deje de doler. Puede ser que tantos años de dolor, me tomen otros 20 años de recuperación. Pero debo operarme.

Mi cuerpo ha aprendido de estas batallas a ser un cuerpo de vikinga. Cada cicatriz en mi zona pélvica es una cicatriz de la historia de las mujeres. Del silencio que existe y la poca investigación porque a quien le importa que las mujeres padezcan estos dolores mensuales, del dolor de mi árbol genealógico y las múltiples abuelas y ancestras que quizás murieron o padecieron la enfermedad en siglos anteriores y que me la transmitieron vía genética, para hablar de algo que no estaba bien. Acaso ¿nunca fueron poseedoras de sus casas? O ¿no querían esas casas para sus hijos? ¿quizás los úteros se sintieron obligados a crear hijos cuando no querían? Será que nunca se sintieron poseedoras de ellas mismas y sus poderosos úteros protestaron como colonizadores de su propia humanidad.

Debo dar el crédito a todas las formas de saber. La Dra. Herrera me habla de la endometriosis desde su conocimiento científico, pero además desde su lucha de mujer investigando lugares que a pocos le importan. Mi abuela decía que se me había metido un frío, quizás el frío tiene que ver con que mi útero dejó de ser “hogar” y necesitaba calentarse y ser el fogón de mi feminidad. Mi madre desde el conocimiento psicológico dice que tengo un conflicto con mi condición de mujer y quizás tenga razón, pero mi conflicto es el conflicto de todo un árbol que ha querido emanciparse y no lo ha hecho desde el amor, sino desde la rabia y la autodestrucción.

Tanta información, tanta conciencia me hace pensar en cómo curarme, la cura, pretendo, no puede ser sólo para mí. La cura debe ser para todo mi árbol. Es mi papel como consciente de los dolores de todas las generaciones de mujeres que corren por mis venas. Este papel hace que busque romper ese pacto de silencio. Curarme a mí es curar por línea de sangre a mis abuelas, a mis tías, a mis primas y a mis sobrinas, posiblemente, a mis nietas. Debo decirles, que la casa se conquista, que podemos ser dueñas de nuestro territorio sin invadirlo y buscarlo fuera de nuestro útero.

Nuestro útero es un nido, nuestra morada. Puede ser el nido de un hijo, si así lo quieren o de nosotras mismas. Podemos ser dueñas de nosotras mismas y pertenecernos sin hacernos daño, sin que eso duela, podemos abandonar esa estructura romántica y católica que nos dice que debemos padecer, me empeño en que así sea. Mientras tanto invoco a Ana Lucía, para que ella me ayude como buena chamana con estetoscopio, a sanar todos los árboles de las mujeres poderosas e invencibles. Los úteros y los endometrios de las que fueron obligadas a tener hijos, de las que fueron violadas, haciendo de sus hogares propios un infierno, de las que fueron despojadas por sus maridos o por señores de la guerra y se quedaron sin tierra y territorio, de las que dieron con un maltratador y no querían esa casa para sus pequeños, de las que perdieron sus hijos, descuartizados, asesinados, desaparecidos, de las que fueron casadas por conveniencia y su familia no era calor, sino un frío sepulcral y lleno de lujos, de las odiadas por tener útero y no ser varones.  Sí, todas ellas me habitan, me enorgullezco de su valor y las honro por haber soportado tanto en silencio, hasta que tuvieron que voltear su dolor en su endometrio. Mi cuerpo está, yo existo, mi cuerpo es mío, yo lo habito, pronuncio mientras espero cambiar la historia de mi árbol doliente.   

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