Mi cuerpo está, yo existo: sanando la endometriosis

18 años se demoraron en
diagnosticar que todos esos dolores eran endometriosis, 18 años para que me
operaran, me dijeran que era infértil y que al final de mi madurez, me sacarían
el útero porque no había de otra para quienes sufríamos la enfermedad. Pero la
operación después de 18 años de vida con dolor, me abrió una ventanita de
esperanza y ahí llegó mi hijo. Lo que yo no sabía era que la enfermedad
volvería y a un año de mi pequeño, otra vez, me sentiría morir, me dolería la
espalda, la cabeza, los ovarios, el colón y la vejiga. Mi endometrio, buscando
o no, una mejor casa donde vivir, se ha extendido a varios órganos de mi
cuerpo. Cada 28 días toda mi zona abdominal sangra, provocando un terremoto
biológico en mí. Pero llevo 20 años con la enfermedad, he aprendido desde
pequeña a vivir con el dolor, a modularlo, a soportarlo creyendo con ignorancia
que ser mujer es eso, sentir un dolor enorme.
Anoche mientras me tumbaba llena de
dolor, intenté pensar qué me dolía, hacer conciencia por primera vez, porque
sólo sentía el dolor crónico y pensaba que la vida era eso… dolor. Había usado
como mecanismo volverme una experta en medicamentos. Con 18 años ya rezaba: diclofenaco
antes del periodo, el día del periodo una buscapina y además un acetaminofem,
buscapina, naproxeno o ibuprofeno para desinflamarme, acetaminofem o
paracetamol para mi dolor, neosaldina para el dolor de cabeza, si no la tomo
rápido, no habrá caso, caeré en un cuadro de tres días de migraña.
Todo ese saber me ponía en una rutina de
medicamentos, pero no me hacía comprender que mi cuerpo estaba hablándome,
contándome cómo estaba siendo invadida por mí misma. Mi mujer busca
intensamente un mejor lugar dentro de mí para crecer. Sentí como me ardían los
pies, el contorno de la herida de mi cesárea, los músculos del cuello, la zona
lumbar, los ovarios, los muslos. Sentí como todo mi cuerpo se estremecía,
también sentía dolor en los pezones por los mordisquitos que hoy en día, mi
hijo ha descubierto con sus pequeños dientes.
Las mujeres de mi árbol han padecido
problemas de útero, muchas han terminado como mi madre y mi tía adorada en
histerectomía. Me detuve a pensar por qué nos ocurría eso, qué pasaba con esos
úteros que daban vida, pero luego nos quitaban la calidad de nuestra propia
vida. La Dra. Herrera, me explicó como mi cerebro cansado había derivado en
migraña y me quedé pensando cuándo había sido el primer día de mi migraña y cómo
olvidarlo, si fue el primer día de universidad, tenía 17 años. Habían pasado
cinco años de la enfermedad y ya mi cuerpo, cansado, me decía que padecía endometriosis,
pero los médicos me mandaban una y otra vez, anticonceptivos que vomitaba o una
carga de analgésicos que debía tomarme.
Mi cuerpo está ahí y yo existo. Me tomé
un rato para pensar en lo que la Dra. Herrera me dijo. Tienen que intervenirme
de nuevo, extirpar cada tejido invasor de mis órganos y esperar con medicamento
y ejercicio a que mi cuerpo descanse y se entere que puede vivir sin dolor,
esto hará que los músculos se relajen, mi piso pélvico ceda y mi cabeza deje de
doler. Puede ser que tantos años de dolor, me tomen otros 20 años de
recuperación. Pero debo operarme.
Mi cuerpo ha aprendido de estas batallas
a ser un cuerpo de vikinga. Cada cicatriz en mi zona pélvica es una cicatriz de
la historia de las mujeres. Del silencio que existe y la poca investigación
porque a quien le importa que las mujeres padezcan estos dolores mensuales, del
dolor de mi árbol genealógico y las múltiples abuelas y ancestras que quizás murieron
o padecieron la enfermedad en siglos anteriores y que me la transmitieron vía
genética, para hablar de algo que no estaba bien. Acaso ¿nunca fueron
poseedoras de sus casas? O ¿no querían esas casas para sus hijos? ¿quizás los
úteros se sintieron obligados a crear hijos cuando no querían? Será que nunca
se sintieron poseedoras de ellas mismas y sus poderosos úteros protestaron como
colonizadores de su propia humanidad.
Debo dar el crédito a todas las formas de
saber. La Dra. Herrera me habla de la endometriosis desde su conocimiento científico,
pero además desde su lucha de mujer investigando lugares que a pocos le
importan. Mi abuela decía que se me había metido un frío, quizás el frío tiene
que ver con que mi útero dejó de ser “hogar” y necesitaba calentarse y ser el
fogón de mi feminidad. Mi madre desde el conocimiento psicológico dice que
tengo un conflicto con mi condición de mujer y quizás tenga razón, pero mi
conflicto es el conflicto de todo un árbol que ha querido emanciparse y no lo
ha hecho desde el amor, sino desde la rabia y la autodestrucción.
Tanta información, tanta conciencia me
hace pensar en cómo curarme, la cura, pretendo, no puede ser sólo para mí. La
cura debe ser para todo mi árbol. Es mi papel como consciente de los dolores de
todas las generaciones de mujeres que corren por mis venas. Este papel hace que
busque romper ese pacto de silencio. Curarme a mí es curar por línea de sangre
a mis abuelas, a mis tías, a mis primas y a mis sobrinas, posiblemente, a mis
nietas. Debo decirles, que la casa se conquista, que podemos ser dueñas de
nuestro territorio sin invadirlo y buscarlo fuera de nuestro útero.
Nuestro útero es un nido, nuestra morada.
Puede ser el nido de un hijo, si así lo quieren o de nosotras mismas. Podemos
ser dueñas de nosotras mismas y pertenecernos sin hacernos daño, sin que eso duela,
podemos abandonar esa estructura romántica y católica que nos dice que debemos
padecer, me empeño en que así sea. Mientras tanto invoco a Ana Lucía, para que
ella me ayude como buena chamana con estetoscopio, a sanar todos los árboles de
las mujeres poderosas e invencibles. Los úteros y los endometrios de las que
fueron obligadas a tener hijos, de las que fueron violadas, haciendo de sus
hogares propios un infierno, de las que fueron despojadas por sus maridos o por
señores de la guerra y se quedaron sin tierra y territorio, de las que dieron
con un maltratador y no querían esa casa para sus pequeños, de las que
perdieron sus hijos, descuartizados, asesinados, desaparecidos, de las que
fueron casadas por conveniencia y su familia no era calor, sino un frío
sepulcral y lleno de lujos, de las odiadas por tener útero y no ser varones. Sí, todas ellas me habitan, me enorgullezco de
su valor y las honro por haber soportado tanto en silencio, hasta que tuvieron
que voltear su dolor en su endometrio. Mi cuerpo está, yo existo, mi cuerpo es
mío, yo lo habito, pronuncio mientras espero cambiar la historia de mi árbol doliente.
Comments