Filias





Amanecí a la palabra muy pequeña. Hablé antes de poder caminar o llevarme la cuchara a la boca. Creo que fue la magia de poder nombrar la maravillosa realidad que mi madre tejía y adornaba en la cotidianidad. Rápidamente entendí que las palabras se podían acariciar, que podían significarlo todo. En mi casa siempre había libros; estaban tirados a mis pies, eran parte de mi paisaje. En ese momento en que la complejidad de los signos tuvo sentido y logré develar los secretos delirantes que encerraban, decidí nunca apartarme de la palabra.

No considero que yo sea una escritora, aunque mi oficio me obligue a escribir día tras día. Pero desde niña, escribir se volvió tan fundamental como respirar o amar. En los tiempos más oscuros escribí; en los tiempos más caóticos, las frases salían de las entrañas, como queriendo gritar sobre los horrores, lo macabro, los miedos y las transformaciones más profundas. Así que, si escribo, no es porque sepa cómo hacerlo, porque tenga un conocimiento técnico claro o un don. Escribo porque, al observar la vida, necesité contarla. Como un ratón que acumula en su nido semillas, como la gente que siente necesario comprar, como quien se vuelve adicto al amor.

Con el tiempo encontré gente que no podía vivir sin crear, sin encontrarse en la fotografía o en la construcción sonora. Una tarde, en el centro de Bogotá, un amigo de toda la vida me dijo, mientras me miraba el alma desnuda y auténtica: “Usted es una artista”. Sé que me devolvió su epifanía con algún descubrimiento que yo encontré en él años atrás, en un café de la Plaza Catalunya en Barcelona. Me estremeció su hallazgo, porque esa palabra —“artista”— era demasiado para mí. Definía cosas que, por supuesto, no soy. Pero en ese momento, me entendí a través de su mirada.

Yo era socióloga, era antropóloga. Estaba hecha para escribir en journals A1, formada para asistir a conferencias donde solo unos cuantos entendíamos pocas palabras. Empecé a imaginarnos a todos como esos niños enamorados de los libros, coleccionistas de palabras, que no jugaban bien al fútbol, que no lograban encajar con otras filias y terminaron creando la comunidad de las palabras complejas y exclusivas. Imagino que ocurrió de tanto contemplar el mundo.

Pero parece que las palabras de Juan Carlos, mi amigo, se juntaron con otras declaraciones: las de mi pareja diciéndome que debía escribir todos los días, que si no hacía arte me enfermaría, que el arte era necesario en mí. Todo eso me arrastró lejos de los journals hasta un rincón en una facultad perdida en la ciudad de Bogotá. Al comienzo me sentí en una realidad kafkiana, pero poco a poco me he ido revelando a través de las palabras, e incluso de las imágenes. He encontrado maneras de acariciar el mundo a través de ellas. Cuando las encuentro, las pronuncio, las busco en varios idiomas, en varias texturas, las necesito. Algunas veces también necesito guardar silencio y perderlas del todo. Aunque el silencio sea, para mí, la palabra mejor sentida en el corazón y en cada trozo de la piel.

Mi hijo me enseña a relacionarme con otras familias de palabras. Su primera palabra fue agua, no mamá, no papá. La dijo, además, con ese ímpetu de haber descubierto algo indescriptible. Gritó “agua, agua” en un manantial clavado en las montañas de Pance, en el Valle del Cauca. Escucharlo me hizo volver a sentir esa palabra y a entender mis filias. Yo también me hallé diciéndole “papi”, absolutamente aplatanada, llena de trópico, llena de ancestro caribeño. Guardo para él mi palabra preferida, que significa lugar, para él que está construido del mismo material de mi corazón, que se estremece con palabras.

También dejé de complejizar la palabra, dejé de ser pretenciosa con ella y empecé a encontrar formas simples de nombrar el mundo. Me he vuelto casi primitiva, maulladora, medio primate, medio lagartija. Así, la palabra se ha trasladado al sonido, y el sonido a un registro que no comprendo sino instintivamente —y por eso me obsesiona—. Tanto escribí en este blog que necesité un silencio largo, porque la realidad era tan compleja ante mi mirada que resultaba simplemente inenarrable.

Ahora que vuelvo a esta sensación compulsiva de escribir para respirar, he mudado de piel, he mutado y me he transformado en una cazadora de imágenes, de sonidos y de palabras. Estoy nueva, recién desempacada. Me ha modelado el río del camino, las historias y mi nueva realidad.



Comments

Popular posts from this blog

Pam: cuando te pierdes te encuentras

Pam: La última vez