Amanda: la lluvia
Y a usted quién le dijo que los besos eran malos, le dijo
Martín a Amanda y ella cerró los puños sin que él se diera cuenta. -parce, hay
tantas cosas inevitables en esta vida- dijo ella, él la miró con esos ojos
dulces de un miel latinoamericano -hasta la dictadura se pudo evitar- le
respondió. Amanda que ama ese acento de Chile libre que tiene Martín
decide besarlo, por decisión soberana y libre de una muchacha feliz.
El problema con los besos es que cuando nacen atrás de las
costillas, es imposible solo dar uno y cuando nacen después de cantar una
cumbia colombiana en un puerto triste es aún peor. Un beso, dos besos, tres
besos, cuatro besos. La calle está suficientemente sola y demasiado fría para
pararlos, hay que dejar que se rieguen por toda la cara y el cuello, que se
detengan en las manos y que no paren hasta que un evento inesperado, un stop,
un viento o una risa o quizás unos pasos acaben con ellos y su ritmo.
Amanda se enreda en Martín y lo arrastra intentando abrir la cerradura de
esa puerta pesada del siglo de los reyes. - en este país todo es viejo, viste-
le dice Amanda - y nosotros tan nuevos- le responde Martín.
Miles de escaleras, bajos, primeros y terceros llevan hasta
el ático de la Barcelona en invierno y la ropa de Amanda es pesada. -Me puedo
perder en este beso, como si fuese acaso el último lugar de un respiro, mi
muerte absoluta por espacio de un segundo, una nota de un violín en una salsa
perturbada, me puedo quedar aquí en el recuerdo de esta penumbra, de este frío
que no es mi frío, en tu alma de caballero austral, señor de los desiertos,
caminante de las revoluciones- canta el cuerpo de Amanda, mientras Martín se
pierde en sus piernas y se detiene en el borde, esa frontera entre el grito de
gozo de una mujer y el precipicio de su dicha.
Desde esa esquina de la habitación Amanda crece, vuela, besa
deteniéndose en cada sendero de Martín, intenta recordar la primera vez que lo
vio, entre la gente, con banderas mapuches y cantes libertarios, pero apenas es
un recuerdo que no termina de dar forma, es tan sólo un segundo y luego sentir
que se ha perdido de vista el rostro pero ha quedado la mirada. La primera vez
que Amanda encontró a Martín, ella había terminado de nombrar la palabra
resistencia en medio de una reunión y lo vio único, en medio del silencio que
produce narrar el dolor de la guerra y creyó Amanda amarlo porque ella se lo
permitía, no lo conocía pero no podía olvidar esa mirada, como solo los ojos
ven en el exilio.
-Me estoy muriendo en usted- susurró Amanda enredada en
Martín, escuchando la lluvia y conteniendo la fuerza de su placer en toda
su humanidad. Sintió Amanda que ella también lloraba y que estaba bajo un
aguacero porque sabía que sólo podría ser dos horas con ese fuego y esa agua de
Martín y luego como todos los amores que no pueden ser, se perdería en todos
los cuerpos y todos los recuerdos que la guitarra de él cantaría como una
historia. Entonces Amanda quiso ser una tambora colombiana, moverse al ritmo
del caribe, encender su cuerpo como las candelas de la cumbia, entregarle el
último suspiro y morirse definitivamente, sin pretender siquiera que no la
olvidara.
Luego fue la mañana y el cuerpo de Martín entre las sábanas.
Luego fue Amanda fumando en la ventana, con los ojos de aguacero y la mano
libre empuñando la pijamita azul, y muy bajito, como suena el barrio Gótico de
Barcelona al amanecer se escuchó -En el horizonte de mi mente se ha escondido
el sol, ella es una nube que un beso ardiente derritió, ella no existe más- ese
fue el último canto de Amanda madrugada mientras cerraba la ventana por
donde se metían las gotitas de lluvia.
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