Pertenecerse
Cuando llegué a Guatemala, a la aldea de Campur en Cobán yo todavía no era una mujer, pensé que tanto caminar por la Europa vieja, haberme escapado al África musulmana y haber abierto los brazos en el desierto, me haría más sabia, más comprensiva, menos altanera. pensé que esa era la respuesta, pero no, la respuesta la tiene América Latina, por lo menos a las preguntas que a mi me asaltan.
En Campur vi los ojos mayas y escuché las historias de las mujeres que se levantan para hacer las tortillas y se acuestan en un eterno presente, un presente que no culmina sino que se extiende, como si no hubiera ni pasado ni futuro, sólo un hoy lleno de supervivencias, de goces y dolores. En el Duraznal, conocí a una mujer que me compartió un pedazo de su vida, preciado, guardado en lo más profundo de su humanidad femenina, me recibió en la cocina y me dijo cómo amarse a sí misma, como cuidarse, como diferenciar el amor del uso y el deseo de la calentura. Me despidió con una rosa y yo me fui llorando porque no quería dejarla nunca ¡diosa, me había enseñado todo lo que necesitaba saber de la compleja relación entre hombres y mujeres desde los 13 años!
Cuando regresé a Colombia, me di cuenta que el lago de panajachel había curado mis dolores y que Jalapa y Cobán me habían abierto los ojos del corazón, me faltaban ojos para articular esta razón que tortura y este corazón que no deja de palpitar en ritmo de tambora negra. Yo sabía que estaba cerca de encontrame como heredera de todas esas mujeres que alguna vez han llorado, que tortean, que limpian, que reparan todo lo que los hombres de la guerra destruyen.
Fue un tiempo muerto en Colombia desajustándome y recomponiéndome, intentando comprender qué significaba ser hembra con todo y lo molesto que a la clase media melindrosa le puede resultar el término. Me volví instintiva, desmedida, exagerada y como siempre arañé y grité en la oscuridad de mi piso, en las noches de mi alma de leona con espinas. Empaqué la maleta otra vez y me vine para República Dominicana.

Me faltaba ser mujer y aquí lo estoy cerrando con broche de oro. Escribo esto en medio de un hostal perdido de Azua, porque lo que me dijo Altagracia Ciprián era lo que yo estaba buscando, por donde me estaban llevando mis tennis y mis sandalias de andariega, de busca fortuna en los campos de centro América y en la Catalunya azul. Cuando le pregunté a Altagracia qué era ser mujer me respondió: pertenecerse y cuando le pregunté a Marianela me respondió - ¿para ti qué significa eso? - y yo me fui hacia atrás en la mecedora y respondí lo que mi humilde humanidad había aprendiddo en estos meses. Finalmente cuando nos sentamos a pensar qué nos diferenciaba de los hombres concluimos lo mismo, yo dije: parimos, una dijo creamos y la otra terminó con levantamos pueblos.
Por primera vez en la vida le di un sentido diferente a mi existencia, pensé que quizás la clave la tenía García Marquez en Cien Años de Soledad, el último libro que re - leí con obsesión de sed de sentido. pensé en la tragedia de las Buendía, pensé que yo misma era una Buendía nacida en un país convulsionado y luego pensé que sí tenía otra oportunidad sobre la tierra, que la estaba caminando, nombrando y pensando y me hizo ilusión escucharme una cumbia en la playa, es que nadie cambia su pequeño mundo entre sollozos, lo tiene que hacer en medio de la parranda y no desde la rabia del pasado sino desde la fascinación de lo que viene, de lo que se imagina.
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