Verónica: Delirium tremmens


Verónica está en el suelo. A dos metros de distancia, una copa y el martini derramado manchan el piso. Le duele el brazo derecho, sobre el que ha dormido las últimas doce horas. Siente los pies húmedos y, al mirar hacia abajo, ve las últimas medias que encontró en aquel maravilloso lugar de lencería fina. Están intactas hasta la rodilla, con el encaje puro y ondeado. Están intactas, sí, pero ella siente que sus piernas han estado sumergidas en el agua fría de un océano. Su pelo se ha enredado con las pulseras del brazo izquierdo. Tiene náuseas. Se arrastra como puede, con esa hermosa pijama de satén que encontró en un mercado perdido de París.


—Algo le pasa a Verónica —dicen los muertos.

—¿Por qué Verónica no se levanta? —murmuran los fantasmas.

“Anoche soñé que entraba un hombre por la ventana y me arrancaba el alma por la cintura”, piensa Verónica sin levantarse del suelo. Silencio. Camina en cuatro patas hasta el baño. Se percata de que hay pedazos de cristal en el piso de madera; algunos se hunden en su piel, pequeños fragmentos a los que da entrada sin quejarse. El baño parece lejano, como caminar diez calles en una noche de invierno. Se sostiene del toallero, logra ponerse de pie y se mira en el espejo. Su boca está rota. El rímel, corrido. Los ojos, inflamados.

Un rayo de luz la sorprende por la ventana.

“Odio la primavera. Odio el azul de la primavera”, piensa.


—¿Qué más odias, Véronique? —dice una voz que se escucha en la sala.


Verónica se sienta en el piso y se asoma. Allí está Krzysztof, con un cigarro en la mano.


—¿Has estado ahí todo el tiempo? —pregunta Verónica en voz alta.

—He estado aquí desde el comienzo del tiempo —responde él.

—¿Por qué no me ayudas a levantarme?


Silencio.


—Mi cabeza está llena de recuerdos, Krzysztof. Te recuerdo en un tiovivo que da vueltas imparable. Llevo ese vestido rojo que tanto te gusta, tengo el pelo suelto, y hay polen en el aire. El polen te da alergia; te tomas la nariz entre las manos y luego me mandas besos, corriendo detrás del tiovivo.

—¡Hueles a caramelo, Verónica! —gritan los muertos.

Adentro de la piel de Verónica, el miedo palpita incesante. Se la traga entera, la exprime una y otra vez. La garganta se estrecha. Las manos tiemblan. Siente un sudor frío que nace en la nuca, baja por la espalda y se desvanece. Tiene ganas de gritar, pero no puede.

“Solo tengo que llegar al taller. Entrar al taller. Dibujar un nuevo vestido. Inventar una nueva historia. Encontrar un color, una textura y una dama para el vestido. Solo tengo que caminar hasta el taller. Dibujar un nuevo vestido.”

Han pasado dos horas. Han pasado cuatro. Han pasado diez. Han pasado quince.


Por la puerta del taller aparece Krzysztof, descalzo. Va siguiendo un rastro de sangre que viene de la tina, se pierde en el lavamanos, detrás del inodoro. Verónica siente un millar de insectos recorriendo su cuerpo. Él la ve tendida al lado de la ventana del baño.

—No soy una mujer, soy una noche en el campo —le dice a Krzysztof.

Y él, compasivo, le pregunta dónde ha dejado el peine.

Verónica, llorando, le señala el tocador. Tiembla el grillo, tiembla la luciérnaga, tiemblan las ranas y los murciélagos.

—Me suenan multitudes de grillos en la cabeza —le dice a Krzysztof.

Y él comienza a peinarla con la disciplina de muchos años de cuidarla.

—¡Hueles a sal de mar, anciano! —le gritan los muertos.

Verónica se detiene a mirar la claraboya del baño. Piensa en las estrellas que dicen que se ven en las noches de primavera.

—Odio todas las primaveras del mundo —le dice a Krzysztof—. Estoy abrumada, agobiada. Siento todo el peso del mundo sobre mi pecho y no puedo respirar.

Soñó Verónica que era una mantarraya y que estaba preñada de alacranes. Krzysztof la levanta, le cura las heridas y le dice que la ama, que solo fueron los malos tragos, que la próxima vez será distinto.

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