Pam: Joan
Pam estaba en el parque cuando vio llegar a Joan, vestida de negro como su pelo. Agarró su tabla, que antes estaba bajo su pie, y la tomó con cierto miedo, porque esa belleza de Joan era arrolladora, y a las niñas les enseñan a desconfiar de las mujeres bellas. Los chicos caminaban hacia la esquina donde estaba Pam, y Joan le levantó un poco la barbilla con un “¿qué hubo?” muy del barrio.
—Entonces, pelada —dijo Pam, y luego Manuel las presentó oficialmente.
Al rato llegó Sandi, que examinó a Joan de abajo arriba y de arriba abajo. Los chicos estaban felices, porque Joan, además de montar patineta, sabía de música, y eso era más matador que su cara de muñeca y sus ojos demoledores.
Pam sentía un vacío en la barriga, como si Joan hubiera llegado a destronarla. Pero, al mismo tiempo, le gustaba tanto escucharla hablar de metal, y admiraba esa pañoleta de Therion que Joan se amarraba con una distinción rockera tan difícil de encontrar. Por esas épocas, Pam andaba con Dani; se acurrucaban a escuchar música psicodélica, y ella lo acompañaba a las jotas y al parque del Sol a hacer maravillas con los patines.
Pam hubiera seguido pensando en el outfit de Joan, si no fuera porque Sandi le susurró al oído:
—¿Qué tal esta? ¿De dónde salió, si no es del parche?
Lo decía torciendo la boca y mirando para un lado.
—Es amiga de los chicos —respondió Pam, absorta en la invasión femenina que representaba Joan.
Las chicas comenzaron a reunirse en corrillo para hablar de ella:
—Es una cualquiera —dijo Sandi.
—Es una suripanta, eso se le nota —murmuró Gabriela.
—Es un peligro —dijo Pam.
—¿Un peligro? —corearon todas.
—Pues sí. Un peligro. Y quiero saber quién es ella.
El plan de Pam era claro: le diría a Joan que la acompañara a una fiesta de cumpleaños en el barrio de al lado, en la casa de una muchachita con la que hacía tareas. La cosa no fue difícil, porque Dani y Joan se entendían a la perfección. Tocaban guitarra mientras ella cantaba, y se sentaban a conversar en el garaje. El cambio en Dani era progresivo: cada vez más metal, cada vez más cerca de Joan. Pero Pam era quien lo besaba, lo cuidaba. Después de todo, era su Pam.
Un poco nerviosa, Pam le habló a Joan:
—Oe, Joan —le dijo.
—Oe, Pame —le respondió.
—Acompáñame a Marsella, una pelada está de cumple y necesito armar rock and roll.
Joan sonrió con esa cara de porcelana, y se fueron juntas vestidas de negro, con el labial bien rojo y haciendo planes. Cuando llegaron a la fiesta, la gente estaba sentada y con cara larga. Pam se sirvió un par de aguardientes, y otros para Joan. Apagaron las luces, pusieron Metamorfeame y comenzaron a poguear con todos los muchachitos que, absortos con ambas, estallaban en la locura. La noche era eterna, y ambas cantaban a los gritos, moviendo sus melenas de rockeras insensatas.
Al día siguiente, Sandi llamó a Pam:
—¡Pam, no joda que ahora es amiga de esa suripanta! —le dijo, indignada.
—Sandi, no conoces a Joan. Es una chimba, sabe mucho de rock y hasta hace el grito de B52.
—Pilas más bien, Lucrecia —le dijo Sandi con voz serena—, no vaya a ser que te rayen el parche.
En el mundo de Pam, las niñas lindas no son de confiar. Menos si beben, saben de rock and roll y están más buenas que la miel. Sandi y Gabriela hablaban de Joan como si fuera su némesis, porque los chicos la miraban, la deseaban y adoraban su pelo negro. Pero Pam creía que Joan era perfecta para armar una banda o para acostarse en el prado a comer Bon Bon Bum y besar perros. ¿Acaso le importaba Dani, si lo que ella quería era una pelinegra en la banda?
La cosa hubiera sido eterna hasta que Sandi volvió a llamar a casa de Pam. Esta vez insistente, esta vez asombrada:
—¡Pelada! Vi a Dani besuqueándose con Joan. Eran las malditas siete de la mañana y ya andaban en esas.
Pam se sentó un momento mientras se le escurrían dos goterones por las mejillas, y reaccionó saliendo como alma que lleva el diablo hacia la casa de Dani. La cosa se puso fea. Ahí estaban ellos, como siempre, en el garaje, y Pam, en un estado demencial de pura quinceañera, tomó un vidrio del suelo del parque y se rasgó los cables. La sangre comenzó a correr, y Joan se quitó la pañoleta de Therion para hacerle un torniquete mientras la llevaba de la mano a la clínica.
Todos llegaron a la casa de Pam, que estaba mustia, llorando en un rincón. Sandi y Gabriela le decían que se le había advertido. Pero Pam nunca pensaba en Joan, sino en Dani y en su ausencia. Le parecía que se iba a morir sin él. Sandi dijo que todo era culpa de Joan. Pero muy en el fondo, Pam sabía cómo se cortaban las venas, que Joan no era la culpable, y que en realidad ella no quería a Dani como novio, sino como un parcero más de la manada.
A Pam le había dolido Joan. Y que las chicas tuvieran razón.
Pasados los meses, Pam vio a Joan a lo lejos y se alegró de volverla a ver. Al fin y al cabo, gracias a ella había regresado con su novio del colegio y había descubierto la verdad sobre lo que sentía por Dani. La vio igual de bella, abrazada a un chico, enamorada. Pam le gritó desde varias cuadras:
—¡Joan, te eché de menos, preciosidá!
Y Joan le devolvió la sonrisa y el grito:
—¡Yo también, Pame!
Así fue como Pam se dio cuenta de que las niñas están por encima de los chicos, y que eso nadie lo cambia. Al final, las chicas no tenían razón. Y el cariño entre rockers es sagrado.
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