Pam: La última vez
Cuando Pam encontró al mago, no pensó que fuera a tener el final que tuvo. Todo empezó con una carta: un telegrama que llegó a casa y que recibió su papá. Tenía la carta en una mano y con la otra se acariciaba la barbilla y se acomodaba las gafas. Los telegramas, por lo general, tenían una sola línea, pero Pam veía cómo su padre leía y leía, y releía el texto como si estuviera descifrando las líneas de una obra incomprensible.
—¿Pasa algo? —dijo Pam, atónita.
Pero su padre era reservado, parsimonioso y lento. Se bajó las gafas y le sonrió con una sonrisota (que, según la madre de Pam, fue lo que la enamoró en la cancha de baloncesto), cerró la carta y se fue al segundo piso sin pronunciar palabra.
Los silencios de papá eran una constante para Pam, así que descolgó el viejo teléfono naranja y llamó a su abuela Ana.
—¿Abu? ¿Estás ahí?
Su abuela respondió con tono alegre y aplomado:
—Lucrecia Caballero, ya sé por qué llamas. El telegrama es porque tu abuelo ha muerto, y tu papá, por supuesto, no irá al funeral.
—¿Qué? ¿Espera… tengo abuelo? —preguntó Pam, preocupada.
—Tu abuelo jamás quiso reconocerlo —dijo Ana con firmeza.
Pam frunció el ceño y se sacó el chicle con las manos sucias.
—¿Por qué, Abu?
Ana suspiró.
—Porque hay gente que no tiene la valentía para asumir el amor verdadero, y se queda con el statu quo y un montón de tierras.
Parecía que le dolía, pero que a ese dolor se lo hubiera tragado la valentía.
—¿Abu, tú irás?
Ana suspiró otra vez.
—¿Tú crees que a la esposa le gustaría vernos?
Pam lo entendió todo.
—¿Qué hacía el papá de mi papá?
Ana cerró los ojos y vio a Elías con un pañuelo rojo en la mano, sacando la cabeza por la ventana del carro, mientras con la otra mano agarraba la de Ana.
—¡Viva el Partido Liberal! —gritaban los dos.
Ana se soltaba su pelo naranja al viento y se perdía en los ojos claros de Elías. Pareció entonces que dolía, y dolía mucho. Abrió los ojos y volvió del ensueño.
—Tu abuelo era otro chico rico bueno para nada —le respondió.
—¿Ya hiciste la tarea? —preguntó firme pero dulce.
—¿Y por qué nosotros no tenemos plata? —le preguntó Pam con un dolor que le atravesaba el pecho.
—Escúchame esto, hija: tú eres una Caballero. Llevas mi apellido, y tu abuelo conectaba estas tierras con sus cargas y sus mulas. Quédate con esa versión. ¿Por qué no somos ricas? Porque envenenaron a tu abuelo, y tu bisabuela Conchita tuvo que asumir cosas que no le tocaban. Entonces, ya queda muy poco de lo que fuimos. Pero por eso me volví liberal: a ver si un día las mujeres tenemos derechos de verdad. Ya basta de telenovelas, y a las matemáticas, que sé que te gustan en el fondo —replicó amorosa.
—¿Me harás dulce de durazno? ¿Puedo ir a verte? —dijo Pam, que cada vez que sentía que se le iba una certeza corría a Teusaquillo, a la calle de las enredaderas.
La abuela, un poco indispuesta, le respondió condescendiente:
—Está bien, vente. Pero antes pasa por Camilo y te lo traes. No me gusta que no esté comiendo por andar haciendo cosas en la Universidad. Dile al Chuli que lo suelte —y se rió.
Luego volvió a cerrar los ojos y le dijo:
—Adiós, mi amor. Aquí te espero.
Pam se quedó suspendida por un momento, pensando en todo cuanto había dicho su abuela. Miró desde el patio del primer piso el estudio de su papá y lo vio recto. Ahí estaba, sin habla.
Pero Pam no tenía tiempo para las matemáticas. Agarró la bici y salió a buscar a Ana. Tomó la calle 45 y luego entró a la Universidad Nacional para buscar a Camilo, pero no lo encontró. Entonces una pelota de baloncesto se le metió en la llanta y Pam la esquivó.
—¡Aych! —gritó.
Vio cómo él se aproximaba, agarraba la pelota y le preguntaba si estaba bien. Ella lo volteó a mirar, respiró un poco agitada.
—Sí, sí —le respondió, un poco ofendida.
—Discúlpame —le dijo él, y le sonrió.
Hay que decir que Pam también padecía esa debilidad por las sonrisas.
—Está bien… pero, ¿jugamos? —le dijo, señalando la pelota.
Al chico se le iluminó la cara.
—¡Vamos!
Por unas horas, a Pam se le olvidó la tristeza profunda de su papá, que se le había perdido Camilo, y que no llegaría a la casa de Ana. Jugaron un juego inventado por él, y Pam —criada al calor de los juegos eternos con su papá— pasaba la pelota, la lanzaba y encestaba, plena y saltarina. También lo vio a él saltando y moviéndose con técnica, y le dio felicidad ver cómo su pelo largo se soltaba. Él se lo acomodaba en una coleta y seguía jugando.
“Su pelo negro… perfecto”, pensó.
Hablaron un rato de música, y él puso un casete en el walkman y le presentó una banda que no conocía. Ella le cantó algunas canciones que había compuesto y sacó su cuaderno de poemas que siempre llevaba en la maleta. Le contó muchas historias y bailaron en medio de la calle. Él la besó, y ella sintió que le daba vueltas el mundo y que todo, de alguna manera, tenía sentido.
Ella le leyó la carta astral maya con un viejo libro que tenía en la mochila, y se dio cuenta de que ambos eran análogos.
—¡Mira! Tú eres un Mago Blanco y yo una Serpiente Roja. Mirá, nuestros destinos tenían que encontrarse.
Y juntos se rieron.
La tarde caía en Bogotham y la llenaba de un color ocre. Entonces Pam recordó el pelo de su abuela y pegó un grito agudo:
—¡Mierda! ¡Tengo que irme! ¡Olvidé que debo ver a mi abuela!
Le dio un beso en la boca y se subió en su bicicleta.
Sintió cómo el frío le pegaba en el rostro, cruzó la 45, dobló hacia el Parkway. Por alguna razón sintió que iba demasiado tarde y que no alcanzaría a llegar por su dulce. Capaz Abu se había ido a visitar a Clemencita, la devolvería a regañadientes en un taxi a casa, llamaría a Camilo para que recogiera a su hermana, diría que la entendía porque, al fin y al cabo, ella también era pata de perro. Pero sentía que, de alguna manera, algo no estaba bien.
Finalmente llegó hasta la casa de Ana. Vio las luces del antejardín prendidas y allí, bajo el foco, estaba Camilo en la puerta. Cuando vio a Pam, ni bien se bajó de la bici, la tomó contra su pecho. El corazón de Pam pareció detenerse. Una multitud de hormigas arrieras viajaron hasta su pecho, un silencio que era insoportable.
—Hola, feo… ¿dónde está Abu?
Camilo la miró y le tomó la cara, juntó su frente con la de ella.
—Abu está muy mal. Le dio un derrame.
Entonces Pam cerró los ojos y habló con Abu:
—¡No te mueras con él!
Y Abu le respondió:
—¡No hay la menor posibilidad!
—¡Mierda! —dijo Pam—. ¡No le pedí el teléfono al mago!
Y Camilo, sabiendo que era probable que Abu sí partiera, le respondió:
—Cuando a uno algo se le pierde, debe comenzar a buscarlo en el sitio donde lo dejó por última vez.
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