Pam: el día que recordó su verdadero nombre

¿Tu papá tiene carro? —le pregunta él con esa cara trigueña, ese acento. Pam es pura deducción: si quiere un carro, aquí vienen más aventuras.
—Papá sólo se lo deja a Camilo, mi hermano, y él está en París, se ganó una beca de artes —dice mientras destapa una cerveza.
—¿Dónde aprendiste a bailar? —le dice él.
Ella se ríe.
—Mi papá es de mar... es inmigrante. Y mi mamá, de la frontera caliente —le contesta.
Luego se queda mirándolo de reojo, tumbada en la pared.
—¿Y tú?
Los ojos verdes de él sonríen.
—Yo soy de Cali. Ve, Pam, sácame de este hueco.
Suficiente pensamiento abstracto tiene Pam.
—Vámonos para Cali —le responde—, sólo si me promete que me llevará a conocer los sitios donde bailó la Mona.
El man vuelve a sonreír.
—Nos vemos aquí dentro de ocho días. Yo traigo el carro —dice ella mientras se come el esmalte de las uñas.
El man lía un porro. Pam es temeraria (pendeja, si no). Conoció la María con Manuel, aquellas tardes en que se escapaba para leer el Sindaril, con Rodrigo escuchando los Stone antes de que lo desaparecieran, con Daví cuando le hablaba de filosofía posmo. Sólo que viene de la dictadura, de las buenas costumbres, del cuidado de un papá con una muchachita de piernas largas.
—¿Quieres? —le dice el man.
Y ella duda un poco. ¡Ay, por Janis Joplin, por Henry Miller y por todas las noches en vela que pasó leyendo a Caicedo! Si no me fumo ese porro, no iré al paraíso —piensa—. De todas maneras, todo el mundo dice que meto, por lo loca y por lo sensible.
Todo se ve denso. Un cuadro de gárgolas la hace sentir paranoica. Pam ve a Manuel acercarse con una botella de cerveza en la mano.
—¡Paam! —le grita Manu—. ¡Qué power, parcera! —le dice mientras sigue sonando el Acid de Barretto.
Pam cree que Manuel la va a matar y sale corriendo. Toma una Catalina 2 en la 34 y respira profundo.
12:00 p. m. 7201037. Marca desde un teléfono público varias veces. Responde Ricardo, padre de Julián.
—¿Aló? —con voz preocupada.
Pam cuelga y llora. ¿Cómo va a cruzar el parque, entrar por la terraza y poner la cara? Recuerda con odio que Julián está en la mismísima porra, en Los Ángeles. Se quita el sombrero, se rasga las vestiduras (simbólicamente, claro) y camina muy recta hasta la cuadra, hasta la puerta donde se ve una luz.
Alicia está en la puerta con el corazón en la mano, su padre está buscándola en cada rincón del barrio.
—¡Lucrecia Andrea! —grita y la abraza fuertemente.
Pam ya no sabe qué la descompone más: si el saber que, en vez de regaño, habrá perdones, o el nombre de telenovela venezolana que heredó de su madre.
—Dime Pam, ma —dice Pam con desdén.
No hay castigo, sino demasiada culpa. Desde que Pam es la reina de la casa, sus padres sienten que se ha vuelto medio loca, que su hermano la contenía y que eso de ser la nueva hija única es un problema para toda la familia. El padre le dice a Alicia que traigan a Luna, la prima pequeña de Pam, pero Alicia cree que es contraproducente. Con miedo refiere:
—La última vez le enseñó a escuchar esa música metálica, esa música satánica que le gusta, y mi hermana dijo que no la volvería a traer.
Pam llama a Sandy, que se ha teñido el pelo de rojo encendido. Así lo llevan las chicas grunge. Puro noventas, energía, qué soda, re full.
—Le sacas del bolsillo las llaves a tu pa —le dice, abriendo un chicle Sour.
Pam lo tiene planeado: papá saldrá al trabajo y mamá tiene que diseñar unos centros de mesa. Cuando la casa esté sola, baja el morral con cuatro camisetas, un short, un jean y unas Converse. Se comprará unas sandalias en Cali y se llevará ese bikini que sólo usó en el mar, en el viaje de 15. Todo está preparado. Ocho días pasan como las noches en un desierto. Y Pam ve en la lejanía a los ojos verdes. Nada más importa sino sentir el viento en el pelo, la carretera, el olor a manigua y a valle. Un olor que recuerda como una impronta de los primeros años de su vida frente al mar.
El carro azul del papi se fue alejando en la tarde, hasta encontrar al man. Ay, Mariana la de Tango, ay, Nancy la de Syd, ay, muñeca… love kills, cuidado en el barrio. Pues nada, esa fue la última vez que Pam se llamó Pam, porque lo que pasó después fue la cosa más linda y la cosa más fea. Porro viene, porro va. Observen ustedes lo bajo que puede caer la burguesía.
Eran tiempos duros, aquellos. El man paró en dos estaciones a hacer vueltas, la llevó por caminos insospechados, a ver cómo los campesinos estaban en la inmunda, en la peor de las horas de explotación y de poca paga. Y Pam, que era una nena cómoda de familia desclasada y conservadora, comprendió qué era el marxismo, el leninismo y el stalinismo. Un montón de palabras extrañas.
—Me ponés descuajaringao, Pam, me movés el piso —le decía él, y blah que blah blah blah. A la Pámela le endulzaron el oído, pero lo que había dentro de ella era un poco más de eso que llaman idiotez. Comprendía todo. Todo tenía sentido. Le dolía la injusticia y el mundo adquiría una rabia que se la comía por dentro.
Después de dos días conduciendo por carretera, él paró en una de sus fincas y le pidió que abriera la boca. Pam cerró los ojos y sintió una, dos, tres gotas… y la realidad comenzó a cambiar. La realidad era una mezcla de percepciones. Lloró todas las tragedias personales que puede tener una niñita caída en desgracia. Lloró estar lejos de casa like a rolling stone, lloró los pájaros muertos, las manos abusadoras, los patrones y los explotados. Sintió que la conciencia del mundo le había roto las alas. Sintió que la poca inocencia que le quedaba había terminado. Se sintió vieja, y muy sabia.
Pasó una semana. Cuando menos lo esperaban, a la finca del man llegó la policía, movida por papi y por las placas del Citroën azul.
Como pudieron, regresaron a un apartamento del papá de ella en el centro de la ciudad, de donde Pam no salía. Ni por las Sandys, ni por las Gabrielas, ni por los Manueles. Se abrió del universo entero. Se la tragó el amor por el man en un hoyo psicodélico lleno de sintetizadores y guitarras eléctricas. Lo percibía como un chamán, aquel que le había revelado la verdad del mundo oscuro, el horror manifiesto de la condición humana. Le había mostrado el tánatos, la muerte.
El man vivía extasiado en ella, perdido, amado. Pero Pam, todavía un poco rebelde, no entendía cómo había quedado presa de ese hombre. Ese man. Pesaba 43 kilos. Sentía que su rostro había cambiado, que ya no se parecía —ni remotamente— a la muchacha que se había volado de la casa sin terminar el colegio.
Todo el mundo le preguntaba en la clase de biología. Todo el mundo pensaba que tenía cáncer, o que se había cortado los cables. Y en cierta medida, sí. Porque se había desconectado del mundo, flotando en las palabras que el man soltaba con lucidez espantosa.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez porros al día… y comenzaron los gritos, los ayayayes. El man diciéndole que era una droga, una cualquiera. El man exigiéndole que lo repartiera. El man agrediendo a semejante fídeo, semejante gota, ese tris de niña en la que se había convertido Pame.
Y de sí misma salió una fiera maltratadora. Una loba con una pata herida. Le propinó patadas, mordiscos, fuertes empujones. Él le respondió con intentos de suicidio. Con: “Eres una bruja, te odio, te maldigo, eres lo peor que me ha pasado en la vida.
Una tarde, a las seis, después de repetidamente pintarse los labios carmesí sobre su boca reseca, Pam se lanzó desde el quinto piso por una ventana. Sobrevivió al intento.
Sus padres se la llevaron a la fuerza: llena de sangre, fracturada por todos lados, hecha pedazos. Le dieron una incapacidad indefinida. La llamaban dulcemente al oído: “Lucrecia, Lu…”.
Luego llegó Camilo desde París. Guardó silencio, le acarició la cabeza y le susurró: “Calma, Lu”. Le mostraba imágenes de perritos simpáticos, de lengüetazos amorosos a niñas pelirrojas y castañas. Le propuso llevársela un tiempo a París, pero Pam ni siquiera sonreía. A ella le parecía que no existía, que flotaba. Como había conocido la muerte, ya no le temía a nada. Según ella, lo había perdido todo.
Y sin embargo, todos los parceros del barrio llegaron a la casa de la enredadera. Uno a uno, la llenaron de flores.
—Vieja Pame, ¿cómo andas? —le decían con cariño.
—Me llamo Lucrecia. Lucrecia Caballero —respondía ella con una voz apenas audible.
Fue Pablo Calixto, un amigo escritor y lector empedernido, quien la miró a los ojos y le dijo:
—Pelada, está bien que no te llames Pam. Esa vieja era una imbécil. Y Jim Morrison no hizo sino joderla. No te mereces ese apodo.
Esa fue la única vez que se le vio esbozar una mueca parecida a una sonrisa.
Pam se miraba las manos: blancas, largas, huesudas. Se contemplaba su uno setenta y cinco más delirante y frágil que una hoja de maleza al viento. No se sentía. Por más que se mirara, estaba borrada. Entonces ocurrió un milagro: comenzó, lentamente, a sentir hambre. Volvió a la literatura. Empezó a escribir pendejadas en una vieja Remington. Una tarde leyó en voz alta: “Hay fuego en el 23, somos muchas, incomunica el dato.”
Ese fue el último día que la gente escuchó hablar de Pam. Sus padres vendieron una hacienda que aún conservaban entre las manos y se marcharon a un barrio de clase media alta. En medio de sus sueños, cuentan, ella se levantaba sobresaltada, gritando por Julián y Rodrigo, sin encontrar a ninguno.
Dicen que Sandy se sintió traicionada y quedó embarazada de su novio; se perdió. Gabriela se fue detrás de Sergio y consumó el suicidio inspirada por Pam. Su prima Luna murió de tristeza. Manuel nunca más volvió a verla. Se dice que Pam tuvo que aplazar el colegio, que se atrasó un par de años. Que Camilo, su hermano, tuvo un hijo. Que los Rich boys terminaron en Harvard y en Europa. Que a Tatiana la asesinó el escuadrón antimotines un primero de mayo.
Tanta tragedia, decía Pame. Le atribuía todo al día en que el hermoso from heaven había cogido calle.
Pero al final, Pam descubrió la esencia de la vida. Comprendió la fuerza de los vínculos. Entendió que, de alguna manera, los verdaderos aprendizajes pasan por perder la inocencia frente a la muerte. Y que manejar la conciencia de estar viva —aunque sea un hilo delgado y frágil— podía volverla invencible. Se sentía como una guerrera predestinada, saliendo del fango del destino. Y, por primera vez, decidiendo.
Así es la vida: tan inmensa como injusta… digo yo
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