Los cuchillos

La mona se quedó pensando en eso que Martín pensaba, decía él que su beso era un malentendido, "esa sensación gélida de lo que se fragua en las mentes crueles de las féminas adolescentes". Repasaba una y otra vez con honda desdicha y viendo la ciudad desde una montaña, esa frase de las mentes crueles de las féminas adolescentes.

Había visto muchas veces a Martin, lo había imaginado en esa hora que parecía más que tiempo un cuchillo, que le abría las entrañas y la hacía sangrar, la cálida sangre... los cuchillos. En ese entonces pensaba que podía buscar a Martín para que le tomara la mano y le cerrara la herida con su mechero, como si de hilachas de tela fueran todos sus dolores. Lo había descubierto en la piscina del club, cuando todos nadaban y ella se quedaba intacta observando y queriendo ser niño, lo sintió tomándola por la cintura y pidiéndole que jugaran. Lo supo compañero al toparlo en la calle, vestido de negro, con un largo gaban, fue un espejo de sus tiempos de metal, lo creía príncipe vampiro, amante psycho killer, poeta maldito, I´ll be your mirror.  La mona creyó haberlo visto en visiones de trippy,  en la madrugada, cerca a los suburbios, empapado en rocío, con los ojos en llanto, lo sintió roto y quiso decirle que ella también estaba rota.

Las noches de delirio de la mona gritaban Martín contra la almohada, pasaron muchos veranos, muchos amores, muchos check in, muchos pulmones embriagados y sellos en los pasaportes,  y sin embargo lo seguía imaginando. Martín nunca apareció y la mona lo escribió, lo suicidó en una moto "entonces no sentía más que el aire rozándole la cara, el aire y la moto... recordó haberse despedido de Maria Tere, le dijo que no necesitaba más pastillas para dormir" . Luego fueron los días, los tiempos y la oscura seguridad de haberlo perdido, perder a quien se ha imaginado significa un poco más de adultez, decían. Pero es que la mona también tenía una Eva, la Eva de Martín era una alucinación, una dulce compañía de palabras y luciérnagas, de gansos y lagos. Para la Mona, Eva se llamaba Joel, un muerto que la acompañaba y que días antes de encontrar el rastro le dijo: - ese chico del gaban negro está muy cerca, lo reconocerás porque lo has visto muchas veces- 

El día que la Mona vio a Martín, fue por una delicada coincidencia. Era de noche y el insomnio le comía la cabeza, a lo lejos saludó a uno de sus amigos y entonces junto a él estaba siempre - Martín.  Ella le habló como si la última conversación hubiera sido minutos antes, lo vio aproximarse con la hermosa sombra de sus ojos verdes, sintió su cuerpo y su materialidad, la Mona retuvo la respiración, no se percato en el memorable día en que sus rizos, sus ojos, su estar,  fueran el calco de su imaginación. Él saludó, ella tomó su cara entre las manos y le dijo mirándolo a los ojos -te he visto muchas veces- quiso besarlo pero él huyo "las mentes crueles de las féminas adolescentes" entonces con ansiedad de quien no quiere perderlo lo busco hasta ponerlo en su regazo -no te me vuelves a perder Martín - siempre- pensó.

La mona luchó con temeridad por Martín, pensó que los amores de la vida existían, quiso re- escribir la historia, contar que nunca se había muerto, que al contrario se había enredado en sus hilos naranja, rubio mestizo, dorado de andes y coordillera. Cada día que pasaba se perdía en el profundo de sus ojos verdes, lamía con precisión el contorno de su boca, lo buscaba entre las mantas para morderlo y acomodarse en sus brazos. La mona lo caminaba, lo desandaba, lo tejía y lo retrataba con una vieja polaroid. Pero Martín era realmente cuanto había imaginado, ese riff de trampled under foot, esa noche sórdida de cocaina y mary jean, ese sexo desaforado buscando respuestas a algo roto y perdido en los tiempos infantiles, ese rock and roll de la miseria humana, de las oscuridades, de los demonios, esa violencia, ese hombre - niño.

Pasaron pocos meses para que la Mona desapareciera entre vómitos y fiebres, una tembladera que en la región tropical se conoce como los fríos la tomó cuando intentó dormir en el corazón de Martín. Su pelo hasta la cintura terminó en la barbilla, los temblores de batallones de hormigas arrieras la atacaban por lo menos una vez a la semana, en medio del sudor frío Martín le decía horrores, su palabra se convertía en un terremoto, una motosierra, un cuchillo... la cálida sangre, los cuchillos. Y luego amanecía la Mona enroscada, sufriente, con la herida abierta y palpitante. Martín experto en juegos de pirotecnia sacaba su mechero y calentaba la herida, ella se curaba poco a poco se cerraba hasta que la siguiente embestida de los fríos la tomaba por sorpresa.

Una noche ya no aguantó más y vio a Joel diciéndole -es tiempo de soltar las manos-  La mona, escribió Martín,  "fue alejándose cada vez más sin despedidas; antes de desaparecer por completo, giró la cabeza y guiñó un ojo dulce a Martín". Luego se fue caminando y dos cuadras adelante se tumbó en un parque y lloró, lloró el mar de los ojos verdes que la había inundado. Martín aire, cuánto te amé, amé bailar contigo, exiliarme contigo, renunciar contigo. En la madrugada Joel acarició el cuerpo de la Mona, esa mente cruel de las féminas adolescentes yacía inundada en la sangre y junto a un cuchillo, la sangre calida, los cuchillos.

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