Ya no me gusta Jim Morrison

Esos hombres que con mirar los amas, sólo porque son un tango lastimero y sexy, se nota en su cara que llevan la muerte tatuada en las plantas de las manos, la tragedia que los ahoga en las madrugadas de exceso, en esas medias tardes de silencio cuando ven un niño triste, abandonado, golpeado, sufrido. Esos Jim que a mi me apasionaron hasta casi cortarme las venas por su beso, esos Jim que veían en mi fango la proyección de su dramatismo, Jims despeinados que compusieron canciones y Jims burgueses que ganaron becas y premios. Pero después de haber bebido del pozo de su dicha y de su inexorable maltrato, yo declaro ya no poder amarlos.
Me volví categórica, me volví una veterana de guerra, de tanto verlos y conocerlos y caminarlos y desamarlos, terminé por simplemente hacer un gesto. Un día de los años 90 quería con locura un hombre parecido a Jim, lo busqué tanto que lo hallé, no solamente una vez sino que me volví una coleccionista de dolores de esos niños perdidos, que encontraban en mi cuerpo un escenario perfecto para articular sus penas y volverlas golpes, censuras, sometimientos. Mi cuerpo lloró mucho, como yo, niña vulnerable amante de sus poemas y logros lloró también. Pero hoy, que he pasado tanto tiempo mirando más a las Pamelas que a los Jim, me he dado cuenta que nunca pude contenerlos, nunca salvarlos, nunca cambiarlos y que al final, la puerta que se cerró, el carro que se encendió, el último beso, la huida, fueron acaso rasgos de una mujer supremamente sana.
Seguí su frenesí hasta el delirio, me disfruté ser parte de su escena. Fui para alguno el amor de su vida y para otros una pesadilla a la cual no quisiera regresar. Ellos también fueron para mi lo mismo, porque las víctimas de todo tipo de violencia cotidiana e íntima, pueden llegar a serlo por ausencia del gesto, por permisos, por negociar la dignidad, por falsos sacrificios y por creerse tan poderosas que se opta firmemente en cambiarlos, gracias al esfuerzo femenino en ello. Mi gesto fue sencillo, un manifiesto de amor a Liz, de cuidado y de protección, un misterioso y fuerte NO.
Desde entonces, adentro no hay una mujer vulnerable, hay una ráfaga, una mujer - mujer, capaz de usar un categórico y acabar con el daño antes que se vuelva un cáncer en el alma, antes que me pervierta y me haga olvidar del milagro de mi existencia, de mi lugar ganado, de mi autonomía, de mi rebeldía que no es la pelea de una muchacha mimada o resentida, sino el instinto de supervivencia frente a siglos de opresión o el simple decreto que uno vino a la vida fue a ser feliz y no a echarse penas de malos y desconsiderados.
Ya no me gusta Jim Morrison, más que para escucharlo en las tardes de Bogotá, conduciendo el carro, bailando en soledad, amando - como dijera una hermosa amiga- a los invisibles, esos que no son el macho ganador o el poeta profundo sino simplemente un hombre que cuida, que deja de lado sus privilegios, que no da órdenes sino que acuerda. Un hombre aburrido para algunas, el George Harrison de la historia, que esas algunas no vieron porque estaban ocupadas detrás de la sensualidad del poder. No, yo no me enamoró de los malos, me enamoré, me enamoraba, pero mi tiempo presente que se ata a un futuro transformador, hace lo posible por no enredarse en ficciones baratas de tipos básicos y violentos, por muy Jims que sean, quiero liberar a las Pamelas y que las conozcan por ser ellas, totales y sonrientes.
Comments