La respuesta la tiene Lavoe

 ella va triste y vacía. Yo bailando la vida 1984



Me quedé mirando como mi casa era un inmenso mar de polvo y eco. Me senté sin pensar en mi despacho, a encontrar frenética la explicación más rigurosa, el secreto de la ciencia, en realidad estaba huyendo en el volumen industrial de mi trabajo. Luego sentí esa necesidad de hablar y corro con suerte de siempre tener un oido y un hombro y una risa de sarcasmo. Me burlo de mí porque en la tragedia personal que sólo uno entiende, no hay más salida que reirse con un buen amigo y un café colombiano en ruina de divisas.


Bogotá se parece a mí, por algo soy bogotana así mi sangre sea migrante. Bogotá, como dice Javier Mateos el dueño de mi balcón favorito en Barcelona, tiene ese glamour de la decadencia. Yo soy un poco esa decadencia y ese encanto del trópico violado, oprimido, segregado y mestizo. Simplemente pensé que si record de malas decisiones tengo, es de caer en amores imposibles, inaccesibles, triangulares, dependientes. No sabía cómo explicar ese malestar ahí adentro donde nace el mismo sentimiento incomprensible del amor romántico.

Fue entonces cuando escuché a Lavoe y rompí a llorar. Me faltaba llorar señores y señoras. Triste y vacía me senté a llorar conmigo y pensé que por fin estaba reconociendo el inevitable poder de equivocarse, de asumirlo y de dolerse con un dolor justo sin caer en el drama de la cama depresiva, de la ansiedad que se lo quiere devorar todo o de la angustia que produce falta de apetito e insomnio. 

Deberían recetar salsa para curar los males de amor, que suenen los violines bajo la voz de Hector, que suene esa armonía del piano de Palmieri, que Bogotá lluviosa y Liz triste son la misma vaina, dos niñas sin doliente, que quieren ser pero que no logran llegar a ese punto. Samuel, parcero de esta mujer, me dijo - que duele pero tu ya tienes experiencia- yo no sabía explicar lo que tenía adentro, hasta que escuché el violín, esa nota que gimió, ese mar y ese río que no encuentran estero, esa fascinación por las despedidas, esa adicción por los futuros incapaces de imaginar, ese tiempo de la víctima eterno presente, ese momento de poder del victimario donde la boca sabe al veneno de la retaliación, este cuerpo que es un campo de guerra, la eterna disputa entre lo que quiero y lo que no quiero pero sigo permitiendo. 

Toda esa respuesta, la tenía Lavoe.

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