bechamel y desesperanza

Muy de mañana me levanté con un sabor metálico en la boca. Mala suerte, pensé. Hace frío y es mi primer día de trabajo en un nuevo proyecto gris que me hará caminar la realidad del cerro.
Esperé todo el día para encontrar al doctor Kreutzër, ese hombre extraño que no promete y se vuelve obsesión con recuerdo de Magritte. He de decir que pensé que finalmente sería quien lidiara con dragones y, para mi desgracia, se acuesta con ellos.
A la tarde llegó mi segundo pulmón, para que escribiéramos acerca de esa investigación inconclusa que ha de terminarse en unas semanas. Pero el frío bogotano era pura tragedia. Los presentimientos me susurraron que el doctor Kreutzër había caído en un complot que yo misma había creado con mi bestiario en el mundo del sueño, y que, al atardecer, estaría entre mis sábanas de seda verde aguamarina, endulzándome con su sabor de viajero de los astros.
Así fue que, mientras pulmón y yo tomábamos un té en el jardín de los nomeolvides —que tiene como garantes una máquina de escribir de 1900 y un espejo con siemprevivas— Jeckill ladró dos segundos. Esa música animal anunció que mi caminante del cosmos estaba a pocos metros de mis labios. El timbre sonó como una espada de cristal que destrozó mi camisa azul.
Era él. Qué fatídico. Pulmón, psico-bitch, lo saludó como quien no quiere la cosa, y yo me tendí en la enredadera de mi cuarto para poder esconderme de su oscuridad. Pero Kreutzër fue más inteligente y, antes de que yo hablara, me tuvo entre la espesura de su bosque con fantasmas y gardenias negras.
Le entregué el libro de Magritte y, entonces, él dejó de ser doctor: se convirtió en un pájaro negro al que tomé entre mis manos. Y entonces… lo mordí.
Creo que a pulmón no le gustó el reguero que hice, de manera que salió a buscar a Razón de Vivir, mientras yo cosía a Kreutzër-pájaro. Luego, cuando se repuso, se despidió para siempre. Lo vi alejarse por las calles, entre las casas de ladrillo. Encendió su astronave y sacó una pequeña brújula. Le expliqué que tan sólo debía revisar la bitácora: a dos lunas llegaría a su guarida de fiera.
Entré a mi casa-árbol y lloró el muro donde intenté pintar una ventana para que su astronave descansara un rato. Lloró también mi corazón de arpía.
Pulmón regresó con Razón de Vivir, así que preparamos pasta bechamel. Advertí que se había acabado el vino blanco, y psico-bitch pulmón, comprensiva, me tendió los hilos rojos de su pelo para que tejiera una manta al corazón arrugado de desesperanza.
Las dos concluimos que no seríamos Penélope, y que Kreutzër se podía ir al infierno con todo y el poder de sus abrazos.
Me dolió la ausencia del doctor K. Ay de mí, que mi perversidad se fundió con su sweet cocaína y el vicio de su bosque me agudiza el delirium tremens.
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