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Pam: La última vez

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  Cuando Pam encontró al mago, no pensó que fuera a tener el final que tuvo. Todo empezó con una carta: un telegrama que llegó a casa y que recibió su papá. Tenía la carta en una mano y con la otra se acariciaba la barbilla y se acomodaba las gafas. Los telegramas, por lo general, tenían una sola línea, pero Pam veía cómo su padre leía y leía, y releía el texto como si estuviera descifrando las líneas de una obra incomprensible. —¿Pasa algo? —dijo Pam, atónita. Pero su padre era reservado, parsimonioso y lento. Se bajó las gafas y le sonrió con una sonrisota (que, según la madre de Pam, fue lo que la enamoró en la cancha de baloncesto), cerró la carta y se fue al segundo piso sin pronunciar palabra. Los silencios de papá eran una constante para Pam, así que descolgó el viejo teléfono naranja y llamó a su abuela Ana. —¿Abu? ¿Estás ahí? Su abuela respondió con tono alegre y aplomado: —Lucrecia Caballero, ya sé por qué llamas. El telegrama es porque tu abuelo ha muerto, y ...

Pam: cuando te pierdes te encuentras

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Pam recuerda como si fuera ayer ese otoño en la Barceloneta. Recuerda el mar que lamía los barcos y la arena. Siempre había turistas sacando fotos del Mediterráneo, que en ese momento parecía más un animal hambriento y gris que un remanso bucólico. Al mar lo poseía el Mistral, y a Pam, un presagio. Sintió que alguien caminaba por la acera, que necesitaba correr a encontrarlo… y entonces no lo vio. Sintió que debía caminar hasta la boca del metro, y allí se subió como dejándose llevar por el instinto, por las intuiciones de serpiente. Algo le dijo que corriera hacia el Para-lel, rumbo a Badalona, pero se arrepintió de hacer el cambio y volvió hacia la playa, donde ahora Ana le gritaba si se lanzaba al mar en pleno otoño. Ese mismo presagio la atacó una tarde en Gràcia, mientras compraba sushi en una tienda. Sintió que algo —o alguien— la cruzaba. Dejó a Ana entregándole el cambio y preguntándole si quería sopa de miso, y Pam salió corriendo como alma que lleva el diablo. Abrió la puerta...

Filias

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Amanecí a la palabra muy pequeña. Hablé antes de poder caminar o llevarme la cuchara a la boca. Creo que fue la magia de poder nombrar la maravillosa realidad que mi madre tejía y adornaba en la cotidianidad. Rápidamente entendí que las palabras se podían acariciar, que podían significarlo todo. En mi casa siempre había libros; estaban tirados a mis pies, eran parte de mi paisaje. En ese momento en que la complejidad de los signos tuvo sentido y logré develar los secretos delirantes que encerraban, decidí nunca apartarme de la palabra. No considero que yo sea una escritora, aunque mi oficio me obligue a escribir día tras día. Pero desde niña, escribir se volvió tan fundamental como respirar o amar. En los tiempos más oscuros escribí; en los tiempos más caóticos, las frases salían de las entrañas, como queriendo gritar sobre los horrores, lo macabro, los miedos y las transformaciones más profundas. Así que, si escribo, no es porque sepa cómo hacerlo, porque tenga un conocimiento...

Mi cuerpo está, yo existo: sanando la endometriosis

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Hace poco llegué al consultorio de una mujer, doctora, especialista y con perspectiva de género. Mi gineco obstetra, el reconocido Pablo Vargas, decidió que comenzara el proceso con ella. El examen fue fuera de lo normal, me preguntó por qué estaba desconcentrada, tuve que contarle que estuve de un pelo, para pasar el concurso docente de la Universidad Nacional, pero que me había ganado mi ex – esposo, que yo había quedado de elegible, que no sé qué me dolía más, si perder tanto o el cuerpo en general.   Mi doctora se río y me contó cómo era ser una mujer de ciencia en la medicina, con cuántos había que competir, cuántas cirugías se las adjudicaban a los hombres, y a ella, una mujer investigadora en esto del dolor de las chicas, se le relegaba a la esquina de la observación y del “aprende”.   Mientras hablábamos de los dolores sociales, ella mapeaba cada músculo de mi cuerpo y cada rinconcito no analizado en 20 años de dolor. 18 años se demoraron en diagnosticar que tod...

Verónica: Delirium tremmens

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Verónica está en el suelo. A dos metros de distancia, una copa y el martini derramado manchan el piso. Le duele el brazo derecho, sobre el que ha dormido las últimas doce horas. Siente los pies húmedos y, al mirar hacia abajo, ve las últimas medias que encontró en aquel maravilloso lugar de lencería fina. Están intactas hasta la rodilla, con el encaje puro y ondeado. Están intactas, sí, pero ella siente que sus piernas han estado sumergidas en el agua fría de un océano. Su pelo se ha enredado con las pulseras del brazo izquierdo. Tiene náuseas. Se arrastra como puede, con esa hermosa pijama de satén que encontró en un mercado perdido de París. —Algo le pasa a Verónica —dicen los muertos. —¿Por qué Verónica no se levanta? —murmuran los fantasmas. “Anoche soñé que entraba un hombre por la ventana y me arrancaba el alma por la cintura”, piensa Verónica sin levantarse del suelo. Silencio. Camina en cuatro patas hasta el baño. Se percata de que hay pedazos de cristal en el piso de mader...