Pam: No era sombra sino muerte

Pam se miró en el espejo. No tenía arrugas, tampoco ojeras. Desde su cuarto, observó a su madre. Allí estaba la hermosa Alicia. Se mordió la mano y le brotaron tres lagrimitas gordas. Pam se quedó mirando cómo Alicia se desmoronaba sobre la cama. Ahora, las lágrimas eran ríos incontenibles. Se le había corrido el labial rojo y el rímel, y Pam observaba desde ese ángulo de su cuarto donde siempre tenía palco para enterarse de las buenas o malas noticias. Luego, Alicia tomó la cámara de Camilo y se fue al jardín. Se quedó habitando el silencio, viendo cómo todo florecía en la casa, con la cámara abrazada como a un cuerpo querido.

Por la cabeza de Pam pasaban las horas. Planeaba en silencio cómo cortarse las venas o tragarse unas pastillas para la tensión, como lo había hecho una amiga de su prima Juanita. Con los días, perdió el apetito. Toda la comida le parecía un montón de clavos o esponjas de lavar la loza. Fueron seis meses sobreviviendo con agua y mantequilla de maní. A veces sentía que le faltaba el aire. Entonces encontró el tesoro: los mejores whiskys de sus padres… pero no había ni una gota. Lo que sí había en la casa era un insoportable silencio. No había nada más que eso: silencios y vecinas intentando abrazar a Alicia, pero ella quería estar sola.

Nadie volvió a ver a Pam. Todo se puso bien complicado. Todo era más bien oscuro. Pero la gente había escuchado decir a Sandy que Pamela estaba bien, como un espagueti, pálida. Manuel, el de la emisora, decidió ir a visitarla cuando supo que no volvería a su programa. “Cualquier cosa rechazaría esa vieja, menos el rock and roll”, dijo Manuel, y agarró 33 abajo para buscar la casa de Pame.

Entró, como siempre, sin líos, porque la casa de Pam era donde todo se resolvía en el barrio y siempre estaba abierta. La encontró en su cuarto, debajo del escritorio, en el hueco de la silla. Estaba abrazándose las rodillas, con la cara clavada entre ellas. Manuel se quitó la gorra e intentó sacarla de ahí, toda llena de mocos y de tristezas.

—¿Qué pasa, Pame? ¿Cómo está Camilo? —le dijo, apartándole el pelo enredado de la cara.

Pam lo miró con sus ojos de isla. Su mirada no era la misma, y ella tampoco. Se incorporó en la cama y le dijo con tono de mando:

—Parce, pásame esas tijeras.

Manuel ni siquiera lo dudó. Ella empezó a cortarse el pelo sin compasión. Manuel decidió guardar silencio. Tanto silencio había que ya ni le molestaba. Cuando terminó, con los ojos inflamados y el pelo muy corto, se paró frente a su amigo y, mientras le devolvía las tijeras, le dijo:

—Camilo se está muriendo en el hospital. Mi papá lo trae en el carro para que muera aquí.

Luego miró hacia abajo:

—Parce, me van a comer todos los monstruos. No tendré quién me proteja, quién compre discos conmigo, quién me haga chocolates. Nadie me perseguirá por la casa. Me voy a quedar sin mi hermano. Eso no se le hace a una pelada de 17 años.

Alicia corrió mientras gritaba:

—¡Ni una lágrima, Lucrecia! ¡Compóngase!

Manuel abrazó a Pam:

—Más tarde vengo con las parceras y con Rodrigo. Séquese los mocos… y carácter.

Pam estaba casi igual de famélica que Camilo. Lo vio entrar cargado por sus tíos y su padre. Aunque estuvo ahí, en esas siguientes ocho horas, solo recuerda la espalda de su tío subiendo las escaleras al segundo piso. Se encerró en su cuarto y sacó media botella de aguardiente que tenía escondida bajo la cama. Cuando todo le daba vueltas, abrió la ventana, le cantó una canción de Cyndi Lauper, puso November Rain, porque era noviembre, porque estaba lloviendo, porque Camilo amaba a los Guns. Se quedó esperando a que alguien viniera a decirle que él ya no existía, para morirse con él.

Cuando despertó por la mañana, escuchó a Camilo quejarse del dolor. Rodrigo y las chicas entraron a su habitación. Rodrigo le besó la frente:

—Pame… yerba mala nunca muere.

Esa fue la primera noche oscura de Pam. Una de las más largas. Logró entrar al cuarto de Camilo. Él dormía. Se quedó mirándolo largo rato. Le agarró la mano y le susurró al oído:

—No tiene ningún derecho a morirse, fastidios. Usted se muere solo si yo lo mato.

Imaginó que Camilo le sonreía, pero él seguía sin abrir los ojos. Pam nunca volvió a mirar el mundo igual. Había peleado con la muerte, había intentado emborracharla, matarla de hambre… pero nada había funcionado. Salió con Rodrigo, lo agarró de la mano, le quitó el porro que había liado, lo encendió como una experta, aunque empezó a toser enseguida. Luego se sintió como un riff continuo de Nirvana. Camilo tampoco fue el mismo. La muerte había puesto un abismo enorme entre ellos, como castigo por haberla desafiado.

  Después de ese día, algo se rompió.

Cuando algo se rompe —pensó Pam—, lo único que queda es romperlo con todo.

Pasó de habitar la tristeza a respirar rabia.

La muerte premió a Camilo con éxito. Al tiempo que se recuperó, le llegó una beca para terminar artes en París. Se fue a los pocos meses.

Antes de irse, solo peleaban y gritaban, como si la muerte no les perdonara haberla confrontado.

Pam nunca más volvió a engordar. La vida no estaba en la comida, ni en el colegio, ni en la bici.

La comida era ahora una Fender Stratocaster que reposaba orgullosa en su cuarto.

Rodrigo, que estaba a su lado por esos días, le agarraba fuerte la mano.

Ella le decía con agonía:

—No me deje sino música.

El mismo día que Camilo se fue, él le dijo que era una mezquina por no llorar.

Pero Pam ya no tenía lágrimas; ya las había gastado todas llorando su anterior ausencia.

Levantó el dedo índice mientras masticaba el palo de una florecita.

Ese mismo día, desde la puerta del cuarto, Pam vio a Alicia acercarse:

—Camilo le dejó la cámara de él. Dice que es para usted.


A Pam le salió una lágrima gorda.






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