Esta Pena de Amor
Madelaine estaba en la puerta
número 22 del aeropuerto de ciudad de Panamá cuando yo perdí mi vuelo de las
9:50 a Managua. La vi porque era inevitable obviarla, tenía un pelo rojo
carmín, un vestido azul cielo que se entallaba a su cintura con canutillos y
lentejuelas baratas, a partir de la cintura, su falda se abría como una
sombrilla hasta el piso. Nosotros los latinos que no guardamos composturas, nos
quedábamos con los ojos más abiertos que nunca mirando su caminar, su reposo,
su vestido un poco roído y ella caminaba con funcionarios de un lado a otro por
las puertas, con una angustia que le
devoraba el vientre y le apretaba la garganta.
Inevitablemente tuve que seguirla,
el próximo vuelo salía en dos horas y ya me había gastado 70 dólares en la
mentira del puerto libre de Panamá. La
seguí por media hora y supe que hablaba un español fluido más bien exitoso para
ser gringa. El aeropuerto de Panamá era una pesadilla, lleno de roncadores en
los asientos y de gente mirona, miraban a mi Madeleine, que ya era mía porque
se había convertido en mi obsesión. Los funcionarios le indicaban que nada
podía hacer, que esperara en una puerta, en la otra, en el punto de
información, que llamarían a Israel, el chico alto que se encargaba de los
cambios. Madeleine ¡pobre mía!
Cuando por fin se sentó me miró
con cara de furia, me gritó entre dientes – qué quieres- y yo le respondí con
una pregunta –¿por qué estás vestida de ese modo?- frunció el ceño y mantuvo un minuto de
silencio –porque me da la gana- asenté
con la cabeza – es un buen argumento- le dije.
Pasamos un tiempo considerable sentadas la una al frente de la otra,
quise sacar mis informes y trabajar en ellos pero Madeleine y su misterio me
tenían hipnotizada. –qué miras- me dijo
rompiendo el silencio, con voz altiva le respondí – tu rímel corrido- torció su boca y se agarró las manos
cubriéndose el estómago, miró hacia otro lado.
-sabes, creo que las princesas
sólo pueden serlo de noche, nadie quiere ver a una princesa al otro día, con la
cara de resaca y el rímel corrido- le dije
rompiendo el silencio. Me miró
con desdén –a ti quién te dijo que soy una puta princesa- vociferó. Intenté ser menos intrusiva pero no podía
contenerme –pensé que lo eras, al menos lo pareces- Creo que me miró y con sus ojos verdes y su
prolongado silencio me diría que había pasado una mala noche, que lo había perdido todo en un casino, que se
había emborrachado hasta el amanecer con cinco panameños, que luego amaneció y
recordó que tenía un boleto de vuelta para las 8:00 p.m a Miami, que había
huido triste y vacía en un autobús hasta el aeropuerto y que no querían hacerle
el cambio sin que pagase la multa, que ella no tenía 26.80 dólares y que estaba
rogando por regresar a su habitación y besar a su gata, que se llamaría Plum o
Teresita.
Un funcionario se paró al frente
de ella, -Sra Madeleine, hemos conseguido que vuele a las 10:53 con conexión en
San Salvador, tiene que abordar ahora-
La peliroja levantó su pesado cuerpo de uno con ochenta y me miró más
tranquila –que tengas un buen vuelo chica- me dijo, yo me quedé abandonada,
quería saber más de ella, quería que se quitará ese vestido y que entre ambas
lo rompiéramos hasta que no quedara un miserable canutillo, le dije -¿todo
bien? – y me respondió – sí, sólo una pena de amor- Ay mi Madeleine, para desgracia tuya y de
todas las latinas que te veíamos con ojo de rana tropical, si eras una princesa,
por desfortuna mía, no podía con mis manos de rola frailejón cuidarte.
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