Jueves de ego

Sam Taylor Photography
Los días de esta estación son pesados e inciertos. Mi días amanecen como decía Caicedo con los gusanos y anochecen en medio de vinos y cervezas, de humo de tabaco, de llanto o de risa. Pienso yo que es como si el ciclo se repitiera con personas distintas pero con la misma música, los mismos besos, las mismas rutas hacia los múltiples infiernos de mi alma. Aquí estoy con la nausea entre las manos decía uno de los grandes, aquí estoy como una estrella enferma, me susurró un exnovio citando a Henry Miller, una mañana fría en sus más oscuros excesos de cocaína. Aquí estoy yo como la misma calle, pesada, parda, cansada.
Anoche, un clarinete me puso el alma tan dulce, que no fue más que la primera nota para que mi cuerpo se transformara en bosque y tierra húmeda, ese clarinete, me dije, pudo recorrerme toda hasta apretarme por la cintura y besarme el cuello, cuando miré a mi lado estaban Hermann y yeni y May pero yo había viajado hasta el intersticio más secreto de mis ganas. Eso fue unos minutos antes que Alejandro leyera su discurso de entrega de su premio y que sus palabras me rasgaran el alma, desde Auschwitz Birkenau hasta Mapiripan decía, y yo apretaba las manos porque precisamente pasaba que mi alma celebraba en este cuerpo "el amor y la muerte" y me encontré descubierta y me sentí perdida entre la magnitud de sus palabras. Si, Alejo tiene la capacidad de producirme tres noches de insomnio y cinco minutos de epifanía, sí Iván tiene razón hay una conexión con todo esto y es la fascinación con sus letras, con el límite difuso entre la ciencia y la literatura.
Cuatro cosas superan mi deber ser y mi cordura: La música, el vino, la literatura y la danza y si a esto le sumo tres personas en mi mismo estado de delirium tremens tendré como resultado la maravillosa mixtura de todas ellas. Anoche me permití tener 30 años, cantar pearl jam, bailar Muse, gritar Alanis Morrisette, reir con Blind Melon y sentir a Nirvana como a los 13. Anoche no pretendí nada, culpa de los libros de literatura infantil que May cazó para mí, culpa de ese clarinete y de esos violines, culpa de Alejandro Castillejo y su capacidad para narrar con belleza lo trágico, culpa del voluptuoso malbec que me pone aún más voluptuosa, culpa de Hermann y su invitación a rockear, culpa de Andrés que se hubiera acabado la noche.
Anoche era yo, sencillamente las cosas que más amo de la vida tuvieron lugar en mi rincón preferido de la ciudad. Temo que esta pasión por la vida me lleve hasta el irremediable spleen, pero también temo por ser yo misma sin ningún tipo de espectáculo, soy yo y da miedo porque simplemente ser pareciera estar prohibido. En la trastienda veo a una rubiecita pequeña y menuda con cucarrones en el pelo y enamorada de un curubo, alguien tan libre y tan apasionada por los secretos del mundo y por los contadores de sus historias que respira a través de los relatos y de las lágrimas perdidas, rubiecita enamorada de Dvorak y de Beethoven, rubiecita que se volvió castaña y ahora ama a Franz Ferdinand.
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