Comprender el dolor

Estos días de profunda tristeza, de tanta compañía, de saber que no soy la única, que como dice Javier, están llenos de pequeñas resistencias, estos días me duelen por ser la continuación del país fantasma, de las voces ambiguas, de los testimonios sin nombre, de las modelos suicidas, de los espías oficiales.
Le dije a H. que no se preocupara por nosotros, que no hacemos básicamente nada por este país, porque aquí las investigaciones sobre el dolor y la violencia se archivan en las grandes universidades y lo único que queda es el ego del summa cum laude y una plaza en otra academia donde uno se sentará a hablar de Focault, de Das y de Derrida para comprender el dolor. Afuera está el país, el dolor en carne propia, dolor de hambre, de coordillera paramilitar, de sueños rotos, de desaparecidos y de mutilados.
Para dónde van estos días llenos de teorías y donde sólo Luciana y Ciudad Bolívar son mi conexión a la realidad. Necesito ver más, sentir más y abandonar Bogotá, salir como la Nordstrom, a ver el dolor en la cotidianidad. Por estos días sólo intento comprender ahora que las respuestas fueron encontradas en Sur África y Yugoslavia. Mi sueño aún no se rompe, que esta mujer que escribe tiene la responsabilidad histórica de aportar algo, de cambiar algo. Llevo esta nación en las venas, nací aquí en la periferia, entre la sangre, la retaliación y el odio, en medio de malos, más malos y peor de malos.
Yo no creo en olas verdes, en rojos opacos o en azules retrógrados, yo creo en la justicia, en la humanidad, en los otros y otras imperfectos. Pero aveces el dolor me ata un pie, me quedo en la oscuridad de la ignorancia y en la incapacidad porque soy una sola, porque mi voz no tiene más eco que la propia sombra larga... mestiza. Entonces grito, lloro, me enfermo. Días estos de seguridad democrática y votos de opinión, días de amigos perdidos, de fibras desconectadas, de luchas olvidadas. Aquí me tienen... con la cabeza abajo, los labios resecos y los ojos como ciruelas.
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