Esos horribles círculos de la intelectualidad

Un día quise que las cosas fueran diferentes. Ya saben, (vieja historia). Me asqueaba el orden de las cosas. No es que me creyera mejor que las demás mujercitas de la Presentación de la Santísima Virgen, sino que me interesaban cosas distintas. Para ese entonces, algunos amigos leían a Nietzsche y otros veían películas que no estaban en la cartelera comercial. Y yo… yo tenía 14, y claro, comencé a empaparme de ese mal de andar con intelectuales. Ricardo se sentaba en el parque y decía:

—Mona, ¿qué es la realidad? ¿Y si todo lo que vemos no es real?

La primera noche que salí sin permiso de mis papás, me llevó a ver un montaje en danza sobre Camille Claudel. Y yo, con mi adolescencia alborotada, fui la mujer más feliz del mundo. ¿Y si fuera como Virginia y Camille? ¿Si llegara a escribir como Carrington?

Luego vinieron las tertulias con guitarras, pasándonos libros de poesía y literatura latinoamericana. Después llegó el trabajo en el barrio y, luego, la postura política. Me decían las nenas que estaba loca. Y los muchachos jamás me tuvieron respeto suficiente como para entrar en sus círculos de estudio. Siempre fui “la novia de”: del músico, del poeta loco, del buen estudiante, del líder… Pero en el cole sí que hablaba con rapidez. En el barrio sí que me terciaba la mochila y trabajaba con los niños y las madres.

Llegó la universidad y la cosa fue más compleja. Los antiguos adolescentes, ahora sociólogos y demás, elucubraban sobre las teorías de Marx y Weber. Se sentaban a debatir el último texto de Giddens, criticaban la narco-política y pensaban que había que cambiar el mundo desde la teoría. No me aburría. Quería conseguir un lugar: negado por las chicas, marginal para los chicos.

En clase, me salvaban cuando el profe preguntaba algo:

—A ver, Liz, ¿cuál es el argumento del autor?

Más tardaba yo en decir la primera palabra que mis amigos —los varones— en explicar lo que yo quería decir. Me quedaba pasmada, pero no había otro modo. A la salida comentaban:

—Eres nuestra parce, uno más de nosotros.

Eso nunca fue cierto. Era la consecuente imagen femenina del grupo, para no sentirse homosexuales. De todas formas, los profesores se sentaban a conversar horas enteras con nosotros sobre Proust y Sartre, sobre la crisis de la modernidad. Y todos comenzaron a cambiar. De algún modo, su voz ya no era la de los chiquilines del cole.

Hablaban con una pose especial, usaban todos los mismos zapatos de gamuza, se reían de los mismos chistes sobre las teorías, tenían el mismo marco de los lentes, tomaban café con un cigarrillo, movían las manos al intervenir y terminaban siempre con una pregunta. La retórica se metió en mi jerga como gusano de cerdo: derivaalienaen efectobásicamenteesta dependenciala tensiónen relaciónevidencialuego¿es real?no obstanteel capitalla estructurael sistemala crisis… En interminables conversaciones donde preferí escuchar y escribir. Mis amigos se volvieron varones de la academia: —Mona, ¿ya te leíste este libro? Es el último. Creo que este atinó más en el artículo. Es mucho más incisivo y desarrolla la pregunta… Y yo, que solo quería una cerveza, maldije la noche de Camille Claudel.

Diría Ricardo que me convertí en una chica liviana. Dirían los muchachitos de 22 para abajo que soy una densa. Diría mi pareja que no soy tan intelectual como sus ex mujeres. O mis compañeras del máster. 

De los horribles círculos de la intelectualidad, lo que más me deja absorta es su creencia en la certeza y la utilidad de sus debates.Su mirada focalizada, como si se estuviese viendo por el ojo de un microscopio, e ignoraran todo lo que hay afuera.

De los círculos intelectuales, odio los clichés y el exceso de crítica sobre un tema en exceso criticado —valga la redundancia—. Me aburre, además, que se olvide de la empresa humana de la felicidad, de la simpleza. Que sea un plantío de egos. Que solo sirva para que unos cuantos publiquen libros y dicten clase en prestigiosas universidades, pero que como individuos sean lo más aberrante de la especie.

Temo que no podré salir del círculo, simplemente porque busco un lugar en él. Confieso mi masoquismo. El gusto por lograr la inteligencia que me fue negada. Algo menos snob y más tranquilo. Una forma de ver la realidad con capacidad de cambio. No juego a ser prócer, pero generalmente lo que más odiamos… es en lo que diariamente nos convertimos. ¿Qué sé de Derrida? ¿Qué sé de investigación en nanotecnología?¿Cómo es que soy tan básica que no sé? Pero a veces… no darse por enterado está mejor. Vivir en la ignorancia más sabia del universo. Arriesgarse a vivir.

Si algún intelectual me llega a leer, encontrará “evidente” mi mala argumentación. Yo solo diré —obteniendo ese halo permisivo que les dan a las chicas livianas— que Barcelona estaba triste como un tango, y que era domingo.

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