Mejores mundos para mejores personas
Uno se levanta en Bogotá y lo que encuentra es una ciudad que se lleva por delante tantos problemas, pero que, entusiasta, no olvida la situación: la enfrenta. Por eso, algunos idealistas forman asociaciones, y otras personas generan nuevas formas de vida en medio de la supervivencia. De ahí nacen tantas cosas nuevas, con una inevitable capacidad creativa.
Ahí viven más de dos mil niños trabajadores. Se levantan en la mañana para ir a estudiar y, cuando salen, se arman de la venta informal: los payasitos de artesanía, las puntillas y el martillo en la carpintería, los tamales que distribuyen en la zona industrial a la hora del hambre. Niños que saben qué es un paramilitar, un raya, un cobra, esos personajes que “le ponen orden al barrio”, los vigilios que salen a partir de las nueve de la noche. “A esa hora todo el mundo adentro”, decía un niño de esos, que a los 11 ha vivido más que alguien de 20. Me contó que vio un grafiti que decía: Los niños juiciosos se acuestan a las nueve. Si no, nosotros los acostamos para siempre. Esa misma noche, asustado, se asomó por la ventana y vio a los vigilios: gente con botas y capuchas corriendo por el barrio.
Al otro lado de la ciudad, una niña me habló de los cobras: “Son asesinos a sueldo. Cobran deudas y limpian, pero ahí también caen inocentes”. En esa misma localidad, otro niño habló de los rayas: “Son matones del Estado. Apagan la vida de todo el que les caiga mal y andan en carros finos de vidrios polarizados”.
Esa es la vida de una Bogotá que nadie conoce. Una Bogotá que se levantó en los cerros, que hace cotidianidad de comprar el mercado del día: una papeleta de sal, una bolsita de aceite… todo para el hoy, porque no hay sino para el hoy. Mañana, no se sabe qué pasará.
Ya no les hacen bailar cumbia como en nuestros tiempos. Hoy bailan hip-hop, breakdance, tienen corillos, grupos de reguetón, se enamoran en las farras, como ellos las llaman. Cuando hay plata, van a pequeños centros de Xbox donde la hora vale mil pesos. Si viene la policía, se esconden en un cuartito trasero que el dueño ha dispuesto para ello. Las niñas cuidan a sus hermanos pequeños. Cuando pueden, van a centros comerciales del sur, al Plaza, al Tunal, al Restrepo… o a las farras.
Sus historias son las de cualquier colombiano o colombiana. Algunos son hijos de migrantes internos, otros nacieron en la pobreza. Cuando se les habla de que pueden ser doctores, ingenieros o sociólogos, se asombran: para ellos, la universidad es cosa de ricos. Los universitarios, el foco de sus ventas. Aunque no todos: una niña me dijo con claridad: “Voy a ser arqueóloga, y también quiero saber más de la comunidad”.
Los niños son tan fáciles de amar… y tan fácilmente entregan amor. Pero sus referentes de poder —padres y profesores— los ven como objetos de su autoridad. La afectividad está lejos, la orden muy cerca. He descubierto que, cuando se les entrega afecto, el espacio del taller se vuelve un lugar de intercambio, de historias y experiencias. Todos hablan, incluso las niñas más tímidas, frente a la autonomía de los niños. Con sus dibujos me muestran su mundo; con sus bailes, otros universos de sentido. Yo no he sido más que una acompañante, por el cuento de los derechos humanos. Pero ellos sí saben de eso. Uno de mis niños, de 12 años, lo dijo claro:
“La cosa, profe, es que uno tiene dignidad. Todas las personas la tienen, pero no la hacen valer. Y es que no pueden, porque Colombia no es un país de dignidad. Siempre hay algo que la viola: el hambre, o hasta cómo los zorreros tratan al caballo. Igual tratan a la mujer.”
A esa edad, cuando uno cree que deben estar pensando en sueños, el único pensamiento de muchos niños es sobrevivir. La construcción de un espacio donde no hay gritos, ni órdenes, ni reglas estrictas, es difícil en la primera semana. Pero en la segunda, ya todos y todas saben que, en lugar de gritos, se escucha. Que no hay órdenes, sino compromisos. Que no hay reglas, sino acuerdos. Que al otro se le respeta porque no es una cosa. Que a la otra se le trata como igual porque tiene dignidad. Que el derecho es vivir juntos y juntas, iguales y diferentes.
Tan bella ha sido la experiencia que ya ellos mismos sancionan los comportamientos de desigualdad y discriminación. Recuerdo una escena: estábamos pintando una situación de indignidad. Un grupo empezó a pintar a una de sus compañeras, pidieron pintura negra y comenzaron a burlarse de ella por su color de piel. La niña vino llorando. Quería irse, no volver.
Los otros niños se dieron cuenta. Corrieron a abrazarla. Decidieron que había que enseñarle algo a los compañeritos de la pintura: les pusieron una penitencia ridícula. Tenían que hacer de perritos, ladrar, aullar, dar la pata y hacerse los muertos. Después, todos les explicaban por qué eso no se debía hacer: “Todos somos iguales, aunque seamos diferentes”, decían.
Esas cosas llenan de emoción. Saber que se puede ser justo. Que los niños ejercen esa justicia fuera del aula, en sus trabajos, en sus casas. Uno se da cuenta de que otro mundo sí es posible. Y que los niños saben enormidades.
Hace una semana, tuve que improvisar en hip-hop porque esa fue mi sanción por llegar tarde a clase. Todos se rieron, pero entendí que, si el docente, el formador, el papá o la mamá también cumple las reglas, la igualdad genera confianza en el discurso, en el acuerdo, en el compromiso. Esta experiencia también cambia mi vida. Me llena de una extraña energía. Cada abrazo es como si todas mis penas se fueran. Como si yo también volviera a ser inocente. En las últimas semanas me he disfrazado, he saltado lazo, he jugado palmaditas, he hecho corillos y bailado hip-hop, he cantado y he dado un promedio de diez abrazos al día, muchos besos y demasiadas palabras de afecto. También me ha sacado lágrimas. Y una fascinación inmensa ante modos de vida que creí imposibles en Colombia.
Soy feliz cuando veo que, además, en el aula se despojan de su madurez forzada y vuelven a ser niños y niñas. A los doce años. La risa se ha vuelto permitida. Uno de nuestros acuerdos es que reírse no se sanciona, se promueve, y que, entre más se ría uno, mejor. Han hecho amigos y amigas, incluso con francas diferencias.
También he comprendido —en mi vida personal— que existen espacios para todos y todas, incluso para quienes se dicen enemigos. Y que, desafortunadamente, a los seres humanos no nos enseñan la posibilidad de perdonar y de reconocer que el otro también es una persona.
Los niños y niñas me han permitido ser feliz. Me han dado una estabilidad emocional increíble. Hace poco, en este blog, hablamos de la coherencia. Algunas personas escribieron cosas contra mí, para exorcizar sus malos sentimientos. Yo creo que es muy difícil ganar coherencia. Pero curiosamente, los niños ayudan a conseguirla.
Me pregunto si esas personas tienen hijos. Si no entristecerían al ver ese tipo de mensajes hacia ellos. ¿Cómo será la vida de esas personas? ¿Y sus tormentos? ¿Por qué esa necesidad de hacer daño? ¿No serán niños perdidos sin juegos ni risa?
En ese debate, los chiquilines me han enseñado que lo mejor es un abrazo. Y para adelante, como el elefante. Yo crezco y ellos crecen. En una melcocha de saberes que me están fortaleciendo a todo nivel. Sabemos que siempre será difícil construir mejores mundos, pero también sabemos que esa es la responsabilidad social de ser agentes de cambio. Uno no se da cuenta, pero entre más descubre, y más inocente y humilde es, más aprende.
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