Nada nuevo para decir
En mi adolescencia aprendí, gracias a un buen amigo, que uno no debía pertenecer a nada y que nada debía pertenecerle a uno. Pero luego se entra en el complicado sistema social, y la socialización misma se vuelve una máquina de individuos en serie.
Dentro de Bogotá parecen existir nidos de inútiles que se concentran en sus abismos de poder, y que manejan hilos visibles cuyas historias se representan en su teatro: el de los medios de comunicación.
Los medios…
De pequeña, siempre veía las imágenes en el televisor, escuchaba las voces de la radio, hojeaba el papel de la prensa y creía que alguien omnipotente —alguien que lo sabía todo— comunicaba lo que ocurría. Y entonces, era “la verdad”. La verdad del Estado-nación.
Hoy, después de haber entrado en sus redes, después de haberme sentado —con santo y seña de rancios abolengos— a ver de cerca a los periodistas que construyen el discurso de la opinión pública, me di cuenta de algo: los medios son la evidencia más clara de la clase política colombiana.
Con disfraces y cirugías plásticas, caminan por las oficinas de la prensa. Se ríen como lo hacen en sus clubes, construyen noticias de ficciones que ellos mismos inventan, y con la miseria del país recrean “la realidad”. Su realidad.
Y esa no es otra que la de un presidente que quiere hacernos vivir una época histórica que América Latina ya vivió —una historia de control, represión, y simulacro— y que ahora, nosotros, volvemos a ver llegar de forma directa y explícita.
Con las hordas de las veinte y pico familias que aún dirigen este país, los medios permanecen y se perpetúan. Es como una adscripción monárquica, como si siguiéramos bajo el imperio español, con virreinatos y una nobleza trasnochada.
En esa realidad sólo existen los cabellos rubios de las mujeres hermosas que caminan del brazo de hombres dizque ilustres. La farsa llega a tal nivel que me asqueo. Tengo que salir al pasillo a respirar, porque el sopor de la clase alta tiene una especie de veneno: puedes convertirte en uno de ellos en dos segundos.
El poder suprime la humanidad. Se vuelve una infección que se contagia y deshumaniza.
Lo peor son esos discursos falsos que circulan en sus canales y que parecen tener eco en todas las esferas sociales:
“El país ha mejorado”,
“Suben los índices de empleo”,
“Se desmovilizan los bloques paramilitares”.
Seguimos inmersos en el absurdo. Y aun así, continuamos sin descanso, como seres socializados para el aguante. Para sostener la construcción de una nación cimentada sobre injusticias y violencias.
La eterna contradicción crece en el pecho como un dragón que devora las razones.
El futuro: incierto…
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