LOS DÍAS DE ARTURO Y LUCRECIA



El segundo año, 1986, albergaba a unos veinte pequeños que, entre almanaques y figurines, aprendían algunas lecciones no tan importantes para la vida y otras un tanto necesarias para aprender a convivir. En ese entonces, el M-19 se había tomado el Palacio de Justicia, un pueblo había desaparecido entre el lodo de un volcán, las noticias anunciaban frustrados pactos de paz y en la universidad pública desaparecían diez estudiantes por semana. Eran los adorables ochenta, que recibieron los seis años de Lucrecia Caballero.

El colegio, como un territorio hostil y despiadado donde solo los más fuertes sobrevivían, se presentaba ante los ojos de la niña, quien, entre los libros, descubría historias legendarias de caballeros y princesas de largos cabellos. Fue allí donde encontró a Arturo, como un halo de luz en una oscuridad que ciega, como un príncipe de canicas y bicicleta. Él fue quizás el primero que la liberó de la melancolía que la asaltaba en las tardes ocres de soledad.

Lucrecia, tímida, observó en el pasto del parque un objeto que brillaba, y al intentar recogerlo, un pequeño de ojos castaños lo tomó entre sus manos. Ella, ofendida, lo miró a los ojos:

—Es mío, lo vi primero —dijo.

—Pero si eres mi amiga —respondió él.

Y Lucrecia, que no sabía lo que era un amigo de su misma especie, creyó haber dado un gran paso hacia la normalidad.

—Mucho gusto, Lucrecia Caballero —pronunció ella.

—Arturo Montoya —contestó él, entre sonrisas.

En medio del Español de segundo grado, las témperas con sabor y las Coca-Colas bailables, Arturo hacía reír a la pequeña. Ella, entre tanto, contaba las horas para encontrarlo y tomar su bicicleta rosa, que junto a la de él recorría senderos inacabables que imaginaba debían llegar a aquellos parajes que recitaban Verne y Carrington.

Eran días terribles de muertos y derrotas políticas, pero el mundo que sobrevivía en la casa de Lucrecia —entre las risas de Arturo y los juegos poco comunes— hacía que existiera una realidad anexa y única. El claroscuro del jardín, provocado por las enredaderas que formaban un techo verde casi mágico, dejaba caer insectos de alas multicolores y horrendas caras que se podían ver en el laboratorio de la gran casa; animalejos que, luego de ser capturados por Arturo, viajaban hacia el encuentro con la pupila café de su amiga.

Entre las habitaciones se levantaban pasadizos medievales, donde un valeroso guerrero luchaba contra dragones y una poderosa hechicera. Hasta que el cansancio vencía a los héroes, que terminaban su batalla tendidos en la alfombra, viendo El Tesoro del Saber y comiendo galletas con mermelada.

A veces, Lucrecia pensaba en Arturo como una extensión de su sombra, y le agredía el hecho de reconocerse en otra piel próxima y real. Profería entonces gritos agudos y estridentes que solo Arturo podía soportar. Sin reproches, él abandonaba la casa y se dedicaba a las travesuras con algún otro pequeño. Lucrecia, arrepentida, se sentaba en un rincón e imaginaba a su amigo como un traidor sin escrúpulos que la abandonaba al frío de su mansión de fantasmas y aparecidos. Una lágrima acariciaba su rostro, que parecía otra de las peludas frutillas que nacían al interior del solar.


¡Cuán difíciles se volvían las tardes sin su compañero de vuelo! ¡Cuán trágica la realidad de tener que jugar sola a los exploradores y hablar con plantas carnívoras en un eterno monólogo! Tomaba entonces el teléfono y marcaba con timidez el 2732790, y esperaba con los ojos apretados a que contestara la mamá de Arturo —a quien soñaba como una dulce duquesa de pelo azabache. Luego, su corazón palpitaba de miedo al enfrentar la risa de Arturo:

—¿Me disculpas? ¿Puedes venir, si quieres, a mi casa y…?


Aunque ella sabía la respuesta, temía que algún polimorfo de segundo le hubiera arrebatado a su único amigo, o peor aún, que sus compañeritas de corbatines azules lo hubieran invitado a tomar el té con sus macilentas Barbies. Una larga pausa hacía que al fondo del teléfono se escuchara la transmisión de la Vuelta a Colombia, y Arturo suspiraba y pronunciaba con voz decidida:

—Bueno, está bien, pero prométeme que no volverás a tirarme la puerta en la cara.

Y Lucrecia reía mientras preparaba todo para jugar a la Unidad de Urgencias de Mutantes o a los Thundercats.

Año tras año descubrió que los libros traían historias que podían compartirse en las tardes con Arturo. Entonces recorría su rostro en la mente, al calor de la noche, entre las sábanas de cometas, y pensaba que tal vez algún día Arturo se metamorfosearía en un ángel que cuidaría su sueño para siempre. Hasta que una luz ligera y tenue la llevara al cielo, para luego escuchar cómo cantaban los planetas, o donde pudiera ver las imágenes del libro de geografía que la profe Rosita rotaba en el salón. Y por qué no, también el rostro de un Dios al que le rezaba los domingos y escuchaba en lo más secreto de su corazón.

Para 1990 el claroscuro ya no existía. El M-19 se había legalizado como partido político, asesinaron a los líderes de la UP y en la radio sonaban canciones contra el Estado mezcladas con las de Juan Luis Guerra, aunque Arturo y Lucrecia siempre prefirieron el rock argentino. Pero ese mismo año, casi de improviso, se terminó quinto grado y alguien dijo por ahí que ella ya era casi una señorita. En un salón amplio les entregaron a ambos un diploma de básica primaria. Entonces vio cómo Arturo se alejaba de sus sueños infantiles, se volvía un espectro que alguna vez creyó producto de su imaginación, y jamás encontró alguien igual. Infirió que quizás nunca había sido normal.

En la lejanía, decidió inventar a Arturo luchando contra seres míticos como Teseo, impulsado por la fuerza de sus alas de ángel. Y su risa la acompañó siempre, incluso un día cualquiera, cuando sintió la brisa del mismo parque y en el horizonte lo vio acercarse con su delantal a cuadros y sus zapatos negros, hacia una rubiecita solitaria… y robarle la tristeza pronunciando su nombre.

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